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Soldado de Sendero, del Ejército y de Dios

Lurgio Gavilán fue militante de Sendero Luminoso de niño, luego se convirtió en soldado y, ya de adulto, tomó el hábito de fraile franciscano. Hoy es antropólogo, vive en México y acaba de publicar un libro en el que cuenta su extraordinaria historia.

lurgio 2La ‘camarada Fabiola’ tenía la mejor sazón de la Compañía 90. Lavaba muy bien la ropa cuando le tocaba, por las tardes sentaba a los combatientes y les buscaba piojos. Pero ahora estaba en el piso, con las manos atadas, llorando, mientras Lurgio y otros muchachos decían bajito «pobrecita». Los mandos habían descubierto que en sus permisos a la ciudad de Tambo (Ayacucho) se había enamorado de un policía, y habían decidido ahorcarla. Lurgio recuerda que su amiga luchó por su vida durante casi media hora.

Cuando dejó de respirar, la enterraron. Pero al día siguiente su cuerpo había desaparecido. Lo encontraron más allá, en el fondo de un barranco. Al parecer, se había recuperado y en su desesperación corrió y cayó al abismo. Los mandos solo dijeron «mala hierba nunca muere». Lurgio recuerda que ella era muy buena con todos.

Entre los 12 y los 14 años, Lurgio Gavilán Sánchez vivió en medio del horror. Fue un niño militante de las columnas emplazadas por Sendero Luminoso en las provincias de La Mar y Huanta. Fue testigo (y a veces partícipe) de matanzas y «ajusticiamientos». Peleó contra militares y ronderos. Padeció el hambre y el frío que se padecen cuando se vive en todas y en ninguna parte. Y quedó espantado por la crueldad de los mandos, que ejecutaban a algunos de los suyos por ‘delitos’ como no entregar todos los víveres saqueados de un pueblo o dormirse a la hora de la guardia.

Lo extraordinario de su historia es que no solo sobrevivió a esos momentos terribles sino que inició una nueva vida en el bando opuesto, como soldado del Ejército, la que duró nueve años. Y que a los 23 sintió el llamado de la fe y cambió el uniforme por el hábito de fraile franciscano. Para los 28 años, cuando colgó el hábito y se entregó a la vida académica, Lurgio Gavilán había vivido más vidas de las que una persona normal podría siquiera imaginar.

Esta semana, convertido en un respetado antropólogo, publicó en el Perú y en México –donde reside– su libro Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia (IEP y Universidad Iberoamericana, 2012). Al teléfono desde el DF, explica que el libro relata las intensas experiencias que le tocó atravesar. Tiene el acento quechua de alguien que aprendió el castellano en la adolescencia, y el tono de voz de un hombre que ha tenido que cargar muchas cruces pesadas en un camino muy corto y que se ha detenido para mostrarse tal cual es. «Esta es mi vida», dice por teléfono, «esto es lo que me tocó vivir».

CONVIVIR CON LA MUERTE

Lurgio entró a Sendero en enero de 1983, en busca de su hermano –que ya era militante– y atraído por sus promesas de «justicia social» y de «un mundo sin ricos ni pobres». En el libro cuenta el momento en que encontró a los subversivos, en una choza de un pueblo llamado Huallay; y cómo, esa noche, a la hora de dormir, el mando militar les ordenó «ponerse en cuchilla» (hombres y mujeres intercalados) y les explicó lo que debían hacer si llegaban los militares. Relata las guardias, las incursiones a los poblados en busca de alimentos y los ataques a los ronderos yanaumas o «soplones». Como aquel ataque a los ronderos de Yawarmayu, enemigos declarados de los senderistas: llegaron a las 4 de la mañana al pueblo y se abalanzaron sobre él. «Cuando llegamos a su campamento vi cómo los ronderos caían y rodaban por el suelo en pendiente, destrozados por los plomos de las balas y decapitados. Quemamos todas sus chozas. Los muertos estaban tendidos por todas partes», escribió.

A pesar de su corta edad, Lurgio ascendió de militante a camarada. Antes de cumplir los 15 se convirtió en mando político de su columna, cuando el resto de mandos desertó. Es verdad que hacía tiempo que él también soñaba con irse porque no soportaba esa vida de hambre y padecimientos, pero temía que lo «ajusticiaran». En los últimos días de marzo de 1985, en una emboscada militar, cayó herido. El teniente que comandaba la patrulla le perdonó la vida y decidió llevárselo a su base, en San Miguel. Allí empezó su nueva vida.

PECADOR REDIMIDO

Lurgio Gavilán permaneció en el Ejército de 1985 a 1994. Como soldado, ahora perseguía a quienes antes habían sido sus camaradas. El teniente que lo protegía lo puso en el colegio, donde aprendió a leer y a escribir. Cuando alcanzó la mayoría de edad, entró al Servicio Militar Obligatorio (SMO) y al acabarlo se reenganchó como instructor. En Huanta, vivió en la antigua base de los infantes de Marina. Allí tenían a los prisioneros encerrados en un corral. Cuando sus familiares llegaban a buscarlos, los militares negaban su presencia. «En las noches se los llevaban, solamente me contaban que habían matado a todos».

En agosto de 1993 fue enviado a la base de Viviana, de donde salía a veces de patrullaje junto a unas misioneras que recorrían los pueblos asolados por la violencia. Un día, una de esas monjas le dijo: «¡Usted puede ser sacerdote!». Él se rió y le dijo que tenía graves pecados y que seguro Dios lo botaría a patadas. «¡No, no!», le respondió la misionera, «Dios vino al mundo a buscar a los pecadores». En las siguientes semanas, Lurgio reflexionó mucho sobre esas palabras. Y decidió irse.

Meses después, estaba en la casa de Juan Luis Cipriani, en Huamanga, para pedirle que lo admitiera en la Iglesia. El entonces obispo de Ayacucho le pidió que le contara su vida. Cuando supo que había sido militar, lo interrumpió: «¡Al cuartel van las prostitutas!, ¿verdad?». Lurgio admitió que sí. Cipriani le dijo que un pecador no podía ser sacerdote. El ex soldado dejó la casa al borde de las lágrimas.

En marzo de 1995 fue admitido en la Orden Franciscana, en el Templo de los Descalzos de Lima. La vida como postulante era muy parecida a la del cuartel, recuerda. El cordón blanco que sujetaba su hábito tenía tres nudos, que simbolizaban los votos de castidad, obediencia y pobreza. El segundo y el tercero eran difíciles de cumplir. No faltaban los hermanos que se enamoraban de alguna monja, «pero luego las lecciones de espiritualidad franciscana nos hacían olvidarlas».

En esas horas de soledad y silencio en su celda de franciscano, empezó a escribir sus memorias. Lo hizo desde 1996, cuando todavía era un postulante, hasta 1998, cuando acabó el noviciado y fue investido con el sayal franciscano. «A pesar de haber encontrado la paz y la tranquilidad necesarias en el convento», cuenta en sus memorias, «a pesar de tener por fin un momento para reflexionar sobre lo vivido, fui sintiendo que probablemente este tampoco sería un lugar en el cual me quedaría para siempre».
Cuando acabó 1998, sabía que dejaría la congregación. «Quería tener una familia, quizás un hijo, y salir al mundo como cualquier persona».

Lo que ocurrió después de que Lurgio dejó la orden no está contado en el libro. Volvió a su pueblo, en la selva ayacuchana, y tuvo una mujer y un hijo. Ingresó a la Universidad San Cristóbal de Huamanga a estudiar Antropología. Se graduó y, a través del Instituto de Estudios Peruanos (IEP), obtuvo una beca de la Fundación Ford para estudiar una maestría en México. Antes de viajar, le enseñó el manuscrito de su libro a Carlos Iván Degregori. El antropólogo, estudioso de la violencia política, lo animó a publicarlo. Degregori murió cuando el libro entraba a la editorial. Al teléfono, Lurgio dice que dudó mucho antes de animarse a sacar a la luz sus memorias. «No quiero ser estigmatizado», dice. «Yo digo: esto ha sido parte de mi vida, yo no elegí eso. No quiero que me juzguen. Ha sido parte de mi vida y yo vivo agradecido».

Fuente: La República (04/11/2012)

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