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Alfonso Quiroz pensaba debajo del agua. Y luego de su rutina diaria de brazadas –200 metros estilo mariposa, porque le gustaban las pruebas más duras–, el historiador salía de la piscina con las ideas como un torrente. El resto de la jornada se lo podía pasar encerrado en su oficina en Nueva York, la ciudad donde vivía, o perdiéndose por horas en el silencio casi subacuático de algún archivo o biblioteca.
«Esa intensidad para trabajar solo la pudo tener alguien como Alfonso. Unos pulmones a prueba de bala», señala el sociólogo Felipe Portocarrero, amigo de toda la vida del autor del libro «Historia de la corrupción en el Perú». Una obra seminal que redondea un proyecto no poco desquiciado: escarbar en una de las peores lacras de nuestro país a lo largo de un período que abarca 250 años, desde la Colonia hasta la caída del fujimorismo.
Entonces cabe preguntarse: ¿quién era ese personaje citado por el juez Concepción Carhuancho y el fiscal José Domingo Pérez en las sintonizadas audiencias de Justicia TV? ¿Qué motivaba a este hombre que murió antes de ver el inesperado suceso editorial en que se ha convertido hoy su libro? ¿Qué lo empujó a nadar a contracorriente?
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Portocarrero conoció a Alfonso Quiroz Norris tras ingresar juntos a la Pontificia Universidad Católica en 1974. «Alfonso era un tipo poderoso, grande», apunta Portocarrero, quien lo recuerda llegando a estudiar en moto, enfundado en una casaca de cuero. Y aunque dividieron sus caminos profesionales –uno se inclinó por la sociología, el otro por la historia–, durante muchos años compartieron militancia en las juventudes trotskistas de la época. «Por ese entonces, en el movimiento comunista había dos facciones –agrega el sociólogo–. En un lado estaba el comunismo chino, y en otro estábamos los trotskistas, que éramos más liberales, más abiertos. No digo que la convicción no fuera profunda y sincera, pero sí era, digamos, menos religiosa. Yo me sentía más identificado con eso. Alguna vez mi amigo Fernando Tuesta me llevó a hacer un ejercicio de entrevista a Hugo Blanco, y yo estaba impresionado porque era un tipo muy cálido, simpatiquísimo. En ese círculo también se movía Alfonso».
Los compañeros de carpeta de Quiroz coinciden en que fue un alumno brillante. Ya para 1980 tenía lista antes que el resto de estudiantes su tesis de bachillerato, una voluminosa investigación sobre la consolidación de la deuda interna peruana en 1850, que fue el germen para sus posteriores estudios sobre el tema. Ese mismo año partió a Nueva York para comenzar un doctorado en la Universidad de Columbia. La Gran Manzana se convertiría desde entonces en su centro de operaciones, aunque también se movería entre Inglaterra, Alemania, España y otros países.
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La historia del Perú es, en buena parte, la historia de su dinero. Raúl Porras Barrenechea tiene el semblante rígido en nuestros billetes de 20 soles; a Jorge Basadre lo condenaron a lo mismo en los de 100. Que nuestra moneda esté marcada por los historiadores que se dedicaron a pensar el devenir del país parece un gesto irónico.
Al historiador Quiroz los números lo apasionaban y él siempre los dominó con soltura. Su interés por la historia económica ha quedado patente en libros como «Banqueros en conflicto: estructura financiera y economía peruana, 1884-1930» (1990) y «Domestic and Foreign Finance in Modern Peru, 1850-1950» (1993). Otro de los temas que le interesaron fue la historia de Cuba, a la cual le dedicó varios artículos académicos y unos proyectos de libros que quedaron truncos.
Hasta que en el año 2000 ocurrió un hecho que definió su fijación: el descalabro institucional y político que se desató con la revelación de los ‘vladivideos’. Supo que debía escribir la compleja y larguísima historia corrupta peruana. Mónica Ricketts, también historiadora y esposa de Quiroz durante sus últimos años, es quien más cerca estuvo de él cuando se lanzó a esa empresa ambiciosa y demandante. «Alfonso logró darse cuenta de que el problema de la corrupción era el que más importaba en ese momento –explica Ricketts–. Además, estaba convencido de que no era imposible escribir una historia así. Mucha gente le decía que no era la mejor elección porque no había fuentes sobre el tema, metodologías adecuadas, ni historias semejantes en otros países de Latinoamérica. Pero él sabía que podía hacerlo porque lo había investigado desde muy joven».
Por eso se sometió a una rutina estricta que lo llevaba a seguir practicando natación desde muy temprano en la mañana para luego entregarse por completo a la investigación. En su álbum familiar hay varias fotos en las que se le ve abstraído entre archivos. En algunas tiene una pila de libros y papeles al lado; en otras, aparece concentrado y de espaldas, con su infaltable camarita de bolsillo. Pero hay una que llama particularmente la atención: en ella Quiroz levanta la vista y parece desafiar a quien dispara la cámara. Sin soltar con una mano los viejos folios que lo obsesionaban, hace un gesto desaprobatorio con la otra, como rechazando al improvisado ‘paparazzi’. «Él podía trabajar sin levantarse de la silla por horas. Y no le gustaba que lo interrumpieran. Era maniático, muy ordenado. Tenía sus notas siempre bien puestas y un plan de lo que quería hacer durante el día y en el siguiente», cuenta Ricketts. Muchos de los documentos que cita en sus publicaciones fueron consultados por primera vez por él: desde correspondencias manuscritas del Virreinato hasta registros en poder de la CIA o el FBI. Su manía alcanzaba el punto de querer llegar siempre primero al archivo. «Odiaba que alguien más le ganara –afirma Ricketts–. No podía entender qué hacía Guillermo Lohmann, el historiador, para llegar antes que él».
Sus allegados, sin embargo, también recuerdan al Quiroz más relajado, el que siempre encontraba tiempo para sacudirse la rigurosidad académica. «Podía meterse unas borracheras impresionantes y al día siguiente salir a correr y entrar a la biblioteca. He visto a pocas personas con tal resistencia física», recuerda Portocarrero. Mónica Ricketts, por su parte, lo describe como un «neoyorquino total», pero que nunca dejaba de lado el Perú. Andaba por las calles con su perro Loki, que se convirtió en un compañero paciente y leal, y entonando canciones de Felipe Pinglo. «También era muy fiestero, lo que aquí se llama un ‘party animal’ –asegura ella, quien ahora radica en Filadelfia–. Siempre acudía a las reuniones con otros peruanos, que se organizaban cada dos sábados».
Hay otra curiosidad en la vida de Quiroz que vale la pena destacar. Cuando en 1980 llegó a estudiar a Nueva York, al poco tiempo la ciudad fue sacudida con el inesperado asesinato de John Lennon. Más tarde, al trasladarse a Berlín en 1989 para una estadía financiada por la Fundación Von Humboldt, fue testigo de la caída del muro. Y en el 2001, tras unas vacaciones de medio año en Lima en las que conoció a su futura esposa Mónica, volvió a Nueva York para toparse con la sobrecogedora imagen de las Torres Gemelas desplomándose junto a toda una era. Alfonso Quiroz era un perseguidor de la historia, pero algunos azares hicieron que la historia también lo persiguiera a él.
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Aunque sea a todas luces encomiable, hay algo que no parece normal en alguien que le dedica su vida a escudriñar el rostro más grotesco de un país. Se percibe un desajuste, una cierta tendencia al masoquismo moral. «Para Alfonso, ‘Historia de la corrupción…’ fue un libro muy difícil de escribir desde un punto de vista humano, personal –rememora Ricketts–. Era una carga bien dura, un tema que lo atormentaba. Después de trabajar, cuando salíamos a pasear o a un bar, las preguntas continuaban: ¿por qué las cosas ocurrieron así?, ¿por qué no se hizo de otra manera?, ¿cómo es posible que tal persona hiciera lo que hizo?». Es en ese aspecto donde aparece un parteaguas entre Quiroz y Jorge Basadre, por ejemplo. Lo explica también Ricketts: «El trabajo de Alfonso se debatía con la visión general que existía de la historia. A Basadre lo admiraba enormemente, pero lo quería superar. Quería abandonar cierto idealismo que este tenía y que le impedía, según él, ver más a fondo la cuestión de la corrupción, tratarla más directamente».
Ese método de Quiroz de abordar la degradación corrupta –que parece entender al país más como problema que como posibilidad–, sin embargo, contrasta con el hilo conductor que encontró para redactar su libro. Porque a pesar de que cada uno de los sietes capítulos de «Historia de la corrupción…» se centra en un ciclo de prácticas ilícitas y sistémicas (el fracaso de las reformas coloniales, el desastre previo y posterior a la guerra con Chile, las dictaduras de mediados del siglo XX, entre otras), quienes protagonizan cada etapa son figuras que lucharon fervorosamente contra la corrupción. Personajes que, a pesar de la adversidad y el a veces inminente fracaso, se empeñaron en denunciar y combatir las tropelías normalizadas en la nación.
No por nada, algunas de las perspectivas que la metodología de Quiroz tuvo que superar postulaban, por ejemplo, que la corrupción no podía ser estudiada debido a que las fuentes no suelen ser confiables, ya sea porque los denunciantes tuvieran motivaciones políticas o por su origen ilícito. Otras posturas, incluso, señalaban que la corrupción podía tener efectos positivos, «a modo de ‘aceite’ que lubrica obstáculos burocráticos en sociedades en vías del desarrollo», según se lee en el libro. Una especie de mal necesario, que en su variante actual y aterradoramente popular se traduce como «roba pero hace obra».
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La corrupción es un cáncer y un cáncer lo venció. En el 2009, a Quiroz le diagnosticaron un extraño sarcoma que lo atacó literalmente por la espalda. Tuvieron que operarlo y extraerle algunos huesos, algo que entre otras cosas lo privó de sus prácticas deportivas, parte fundamental de su vida. Y aunque después de ese tratamiento el panorama parecía esperanzador, un año después el mal hizo metástasis. Quiroz dividió su tiempo en dos: por un lado el amor a su esposa y sus hijos Daniela y Alfonso, y por otro la tarea de terminar la versión en español de «Historia de la corrupción…» (originalmente publicada en el 2008 con el título «Corrupt Circles: A History of Unbound Graft in Peru»). En pleno esfuerzo, murió el 2 de enero del 2013, a los 56 años, pocos meses antes de que se presentara la versión final de la obra, editada por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP).
«Historia de la corrupción en el Perú» es un libro atípico y extraordinario. No solo por su caudaloso contenido, sino por su narrativa pulida y contundente. Según datos del IEP, desde su salida al mercado ha tenido dos ediciones y ocho reimpresiones y ha vendido más de 45 mil ejemplares. Suele aparecer entre los más pedidos en las ferias del libro (en la del 2014 compartió honores con ‘best sellers’ de Blue Jeans, Gisela Valcárcel y el doctor José Luis Pérez Albela; nada mal para un texto académico) y es, de lejos, la más exitosa de las publicaciones del IEP.
La coyuntura actual ratifica, lamentablemente, toda la tesis de Quiroz: una democracia endeble, crisis de partidos, sistemas judiciales que se hunden en la podredumbre, esquemas mafiosos privados de alcance internacional como el de Odebrecht, y mejor paramos de contar. ¿Qué hubiese pensado el historiador frente a este presente atronador? «No creo que lo hubiera sorprendido –señala Ricketts, su viuda–. Pero le habrían fascinado las fuentes que tenemos ahora y la aparición de personajes entregados a la lucha contra la corrupción, como los nuevos fiscales».
En medio de todo, seguramente, se habrían impuesto sus ganas incontrolables de sumergirse en el silencio de una piscina a pensar en un nuevo capítulo. Y en el fondo desear que, de una vez por todas, ese capítulo sea el último.