Un concepto clave para comprender las relaciones entre ambos sistemas se ha ventilado en los diversos homenajes a Eric Hobsbawn realizados en Lima. Personalmente he escuchado razonar sobre el punto tanto a Nelson Manrique como a Gustavo Gorriti. La idea postula que las relaciones entre capitalismo y comunismo fueron complejas, que ambos regímenes influyeron uno sobre otro y que su destino igualmente está conectado.
Antes de la revolución bolchevique, las mujeres estaban excluidas del voto y tampoco existía sufragio universal masculino. En algunos estados regía el voto censitario, por el cual, solo votaban quienes pagaban impuestos directos. En otros países, como el nuestro, para ser ciudadano se requería ser alfabeto y las mayorías indígenas estaban excluidas. Así, antes del comunismo, la democracia era un régimen político abierto pero exclusivo.
Lo mismo a nivel de derechos sociales y económicos. Antes de la Primera Guerra, el capitalismo carecía de reglas y en ningún país, incluyendo los desarrollados, existía seguro médico ni ayuda social a cargo del Estado. Tampoco había normas para el capital y el liberalismo clásico implicaba frecuentes crisis de sobreproducción y severas recesiones.
Luego, surge el desafío comunista y el capitalismo se transforma. Los frenéticos años veinte conducen a la gran crisis de 1929 y la depresión de los treinta. En ese momento, surge el fascismo y la democracia liberal se bate en retirada, doblemente acosada por comunismo y nazismo. Pero, el capitalismo se recupera de la mano de Keynes y produce grandes transformaciones internas.
El voto comenzó a universalizarse y la democracia extendió sus beneficios. Los gobiernos adoptaron el modelo del Estado del bienestar y los trabajadores del mundo desarrollado fueron masivamente incorporados a la esfera del consumo. Igualmente, aparecieron organismos reguladores que ordenaron el mercado limitando las grandes crisis. En ese período, el comunismo estaba vivo y era competitivo.
Era la posguerra, desde la década del cincuenta hasta los ochenta, cuando ambos sistemas coexistieron en un escenario que conoció de crisis, pero que supo evitar la guerra entre superpotencias. La llamada “guerra fría” estuvo dominada por el conflicto controlado. Ahí se construyó el triunfo del capitalismo y la ruina del comunismo.
Este último se derrumbó porque se osificó, dejó de crecer económicamente, mientras su propia gente había dejado de creer en el Estado. La ausencia de democracia y de mercado anuló la creatividad y el estancamiento fue la regla del mundo soviético.
Por su lado, al interior del Occidente desarrollado, esta época forjó el rostro más amable del capitalismo. En Europa y los EE.UU. se vivía bien, abundaban los empleos bien pagados, las becas y las vacaciones. Incluso los trabajadores disfrutaban de su puesto en sociedades de abundancia. Además, democracias bien establecidas y sistemas de partidos completaban un mundo ideal, que lamentablemente era para pocos, mientras el Tercer Mundo ardía.
A continuación, presa de sus propios entrampes, el comunismo se derrumbó y el capitalismo rompió sus ataduras con la moderación. La disolución de la Unión Soviética fue paralela al llamado consenso de Washington, que fue el acta de nacimiento del neoliberalismo. En este período, que sigue vigente hasta hoy, el capitalismo ha vuelto al salvajismo.
La desaparición de los controles llevó a la crisis del 2008, que no ha terminado. Los beneficios del Estado del bienestar están siendo recortados y son objeto de luchas sociales que recorren Europa. La democracia pierde su cualidad de escenario de colaboración y reaparecen los extremos racistas y xenofóbicos.
Si el capitalismo volvió atrás, ese mismo movimiento ha de provocar un nuevo comunismo, distinto al anterior y sin mayores conexiones doctrinarias, salvo su común oposición al egoísmo desbordado. Por ahora, son fuerzas dispersas, pero que vuelven a hacer de la justicia social el centro de sus afanes.
Fuente: La República (28/11/2012)