Todo era optimismo hace un mes, cuando se anunciaron las conversaciones entre el gobierno colombiano y las FARC. En ese momento, la comunidad internacional y la sociedad colombiana se ilusionaron con la posibilidad de terminar con décadas de guerra interna. Esa buena onda se basaba en varios elementos que podían marcar la diferencia con procesos anteriores que se frustraron. En efecto, cinco negociaciones previas han quedado en nada y, desde los sesenta, continúa la conflagración en forma ininterrumpida.
Los argumentos para creer que este proceso sí sería exitoso se fundaban en que el diálogo había sido precedido por reuniones de exploración bien llevadas, definiendo cinco puntos precisos de agenda. Asimismo, que las conversaciones se desarrollarían fuera de Colombia garantizadas por gobiernos estables como Noruega, Cuba y Chile.
Pero, las cosas han evolucionado críticamente esta última semana, cuando se instalaron formalmente las conversaciones de paz en una reunión celebrada en Oslo. El encuentro en Noruega fue estrepitoso. Las FARC hablaron fuerte a través de su delegado Iván Márquez, quien sostuvo que “no habría paz verdadera sin cambiar el modelo de desarrollo, sentando al neoliberalismo en el banquillo de los acusados”.
El representante del gobierno no estaba preparado para ese tono y fue más cauto. Pero, en la rueda de prensa posterior alcanzó a formular su idea principal: “si las FARC quieren cambiar las estructuras deben participar en las elecciones y ganarlas”. Así planteadas las cosas, el proceso de paz parece enredarse en un asunto que ha complicado todos los acuerdos anteriores.
Este es, la amplitud de una agenda que implica complejos cambios legales y hasta constitucionales. En el entendido que las partes acuerden algo, y sobre todo si llegan a entendimientos, ¿quién ejecuta? Ese es el problema, porque quien debe aplicar es el Congreso y eventualmente una Asamblea Constituyente. Pero, el uno no está sentado en la mesa y la otra ni siquiera ha sido convocada. Entonces, la agenda desborda la capacidad de cumplirla. De ese modo, la decepción es segura y, en el pasado, los señores de la guerra finalmente han acabado pateando el tablero, apostando por continuar el conflicto.
Por su parte, la arena política colombiana está movida por la aparición de un movimiento denominado “Marcha Patriótica”, que parece orientado a convertirse en la agrupación que represente a las FARC en las contiendas electorales. Su nombre se parece bastante a la fenecida “Unión Patriótica”, como fue conocido el partido que formaron las FARC en ocasión de las negociaciones de Rómulo Betancur en los ochenta.
Pero, el precedente es siniestro, porque los dirigentes guerrilleros que sacaron cabeza fueron eliminados, siendo víctimas, uno tras otro, de asesinatos selectivos cometidos por sicarios. En ese sentido, otro de los puntos claves de las negociaciones actuales es la garantía de vida para los que renuncien a las armas.
Ese punto también ha complicado el escenario actual. Ahora mismo conversan pero no hay tregua, que las FARC han planteado y el gobierno rechaza, sosteniendo que prefiere llegar rápido a la verdadera paz, que una tregua puede retrasarla. Como consecuencia, se han reanudado los ataques.
Cinco soldados fueron abatidos por las FARC en el Putumayo, una zona de plantaciones cocaleras duramente disputada. Por otro lado, el ejército atacó un campamento de las FARC en el Pacífico y la policía ha detenido a uno de los cerebros de los secuestros, una de las modalidades de financiamiento de las FARC que más rechazo han producido en la ciudadanía.
Así, la guerra continúa, mientras el comienzo de las negociaciones muestra la complejidad de la reconciliación en un país como Colombia, donde se entrecruzan varias violencias: guerrilla, narcotráfico, delincuencia, paramilitares y otros. ¿Cómo hacer atractiva la paz?, es una pregunta que ronda por la cabeza de muchos en el país cafetero. No resulta tan evidente.
Fuente: La República (25/10/12)