Los veinte años de la captura de Guzmán han motivado miles de notas aparecidas las últimas semanas en diversos medios. A su manera, razonan sobre un eje que unifica la reflexión sobre Sendero, la cuestión de la muerte. ¿Cómo una persona puede matar a sus semejantes por razones políticas? El sentido común indica que la causa de un asesinato es la ambición desmedida, o el odio, el resentimiento visceral. Ambas fórmulas han sido exploradas para entender a la cúpula de Sendero, usando el concepto de “narcoterrorismo” en el primer caso, y de “profeta del odio” en el segundo.
Pero, a mi juicio, ninguna parece la motivación principal de los líderes de SL, aquellos que comenzaron la guerra interna de 1980-1992. Lo suyo era político. El problema a explicar es, ¿qué tipo de persona puede matar para hacer avanzar sus posturas políticas?
Esa pregunta motivó un profundo análisis en la filosofía política, al terminar la II Guerra Mundial y descubrirse la magnitud del Holocausto. Entre otros pensadores, destacó una filósofa judía alemana, Hanna Arendt, quien elaboró el concepto de la banalidad del mal. Según su parecer, los males masivos del siglo XX no requieren de monstruos que beben sangre, sino de personas comunes y corrientes, ganadas por ideologías totalitarias o al servicio de este tipo de Estados.
Los males del siglo XX han sido limpiezas étnicas y masacres políticas, que han ocurrido en todos los continentes de manera masiva y a través de partidos o Estados. El terror ha sido parte de la construcción del Estado en el siglo XX, puesto que tanto fascismo como estalinismo habrían compartido una esencia común, la certeza absoluta de que su fórmula política era indispensable para salvar la civilización, amenazada por la otra parte de la humanidad.
Ese era el punto clave, las personas dispuestas a matar para imponer sus ideas, normalmente piensan que es moralmente aceptable porque se trata de un sacrificio menor para rescatar la historia trayendo el progreso al mundo entero. Los muertos de la guerra interna eran una “cuota de sangre”, en el pensamiento de Guzmán y le significaban una molestia que era necesario asumir para provocar el advenimiento del comunismo, que resumiría el desarrollo histórico de la humanidad conduciéndola a un milenio de felicidad.
Ante tanta grandeza ¿qué significan unos miles de muertos? Según Guzmán, podrían llegar al millón, pero igual era poco y necesario.
Arendt estudió al Estado totalitario en un libro célebre que lleva ese título, estableciendo la idea básica: los sirvientes del Estado totalitario son fanáticos de una idea política, que anuncia el mundo ideal del futuro a condición de aplastar a los supuestos enemigos del progreso. Así de simple. Ni monstruos ni malvados. Sólo fanáticos de una idea política, típica del siglo bárbaro que no terminamos de abandonar.
Comenzando los 1960, Israel raptó en Argentina a Adolfo Eichmann, uno de los organizadores del Holocausto, que había hallado refugio en el país del Plata, pero fue secuestrado, juzgado y condenado a muerte en Israel, por crímenes contra el pueblo judío. Arendt fue al juicio como corresponsal y sus impresiones las reunió en un libro, Eichmann en Jerusalén, que sintetiza sus conceptos.
Le pareció un hombre ordinario, un transportista, que habría podido movilizar mantequilla al mercado, pero que llevó seis millones de personas a los campos de la muerte, con la misma eficiencia germana que habría empleado en el otro caso. Era la confirmación de la banalidad del mal. Una persona simplona que organiza el genocidio al servicio de un Estado totalitario.
Arendt enseña que vencer al totalitarismo es una tarea política, implica convencer a la gente sobre las virtudes de la tolerancia y el diálogo. Pero, en el clima cultural peruano, teñido de racismo e intolerancia, no es extraño que las ideologías totalitarias se reproduzcan. Al contrario, es normal y habrá que remar contra la corriente en esta batalla por la cultura del mañana.
Fuente: La República (19/09/12)