Los voceros de la derecha empresarial han coincidido con el gobierno en calificar las protestas de la semana pasada como reaccionarias. Ellas serían producto de gente que no desea el cambio ni la mejora de la calidad de los servicios públicos. Por el contrario, según esta postura, quienes protestan se aferran a gollerías particulares. El ejemplo de Brasil ha sido traído a colación. Los manifestantes brasileños sí buscarían la calidad, mientras que los nuestros solo defenderían privilegios.
Pero, la comparación es engañosa. Para empezar se trata de sectores sociales semejantes. Las protestas brasileñas han sido lideradas por la clase media. Con mayor precisión, por la nueva clase media. Es decir, sectores que han logrado salir de la pobreza en los últimos años y que temen volver a caer en ella. Estos temores son fundados, ya que el crecimiento económico se ha detenido en Brasil, volviendo incierta la situación de muchas personas.
En el caso peruano, está situación por ahora no se presenta, porque la economía sigue creciendo y despierta ilusiones de prosperidad. De este modo, mientras no haya un brusco descenso, las protestas sociales no se generalizarán. Pero, si se detiene la marcha de la economía, podría encenderse la mecha y este país se volvería candidato a seguir la ola de protestas sociales que estremece a medio mundo.
Estas luchas sociales evidencian que el momento más peligroso para el sistema es al interrumpirse un período de expansión. La movilización social se vuelve masiva cuando las mayorías asumen que se terminó la ola de prosperidad y comienza el retorno a la pobreza. Esta situación, por ahora, no se registra en el Perú, pero estamos cerca y nuestros gobernantes evidencian escasa comprensión del fenómeno, ignorando o burlándose de las personas que protestan.
Otro factor que ha alimentado las manifestaciones en Brasil es la injusticia en la distribución del ingreso. Todos los analistas han remarcado cómo la gente estaba indignada con los gastos en facilidades para el mundial de fútbol. La nueva clase media sabe que los servicios públicos son el único mecanismo masivo de redistribución de ingresos y su deterioro no se acepta, si es acompañado por un gasto enorme para satisfacer el placer de otros.
Ese elemento existe de sobra en el Perú. Este es el país de las camionetas 4×4 de lunas polarizadas que raudamente atraviesan pistas llenas de ambulantes carentes hasta de sencillo. Nuestros pobres miran pasar el pregonado crecimiento nacional como lujo de algunos que refriegan su dispendio en la cara del desposeído. País de extremos, el Perú supera los contrastes cariocas, puesto que la distancia entre pobre y rico es enorme y se ve reforzada por racismo al infinito.
Ante este panorama social, nuestros gobernantes podrían tomar la situación con seriedad. Seguramente tiene virtudes, pero no se entiende por qué se aprueba una ley de servicio público sin escuchar a los representantes de los trabajadores. Si ellos encarnan el servicio público es natural que sientan el derecho a ser consultados. Tampoco parece correcto el gesto del presidente Humala, que finalmente llama a conversar a los dirigentes sindicales, pero después de promulgar la ley, anunciando que las opiniones solo servirán para el reglamento.
Tampoco tiene lógica la crisis con las universidades. Nadie niega la deficiencia de la educación superior, pero resulta una ingenuidad extraordinaria pensar que la solución vendrá de la mano de una superintendencia a ser nombrada por el Ministerio de Educación. Este organismo es responsable de la educación primaria y secundaria y, no obstante sus esfuerzos, todos coinciden que la calidad es muy baja. Entonces, ¿cómo mejoraría la educación superior una autoridad que no puede con sus demás responsabilidades?
Así, hay razones para protestar y bien valdría el diálogo para una negociación seria. Un gobierno responsable debería estar interesado en evitar un posible desborde de protesta generalizada.
Fuente: La República (10/07/2013)