La ciudadanía observa atónita el desprestigio del Congreso, al grado que las encuestas lo muestran como la entidad menos respetada del país. La institución política por excelencia se encuentra en esta situación a causa de los cotidianos escándalos de muchos congresistas, que se apoderan de los dineros ajenos como vulgares ladrones. Por ello, la opinión pública piensa que el Parlamento es un recinto de comechados.
Una de las causas de estos males es el voto preferencial. Incesantemente ha sido señalado como factor crucial de la baja calidad de los congresistas, pero ahí sigue. Nadie lo ha podido modificar porque los parlamentarios son hijos del sistema y la mayoría no quiere modificar el régimen que los ha llevado arriba. No les importa que el barco se hunda, con tal de salvarse.
Otro factor son las circunscripciones electorales excesivamente grandes. Por ejemplo, en Lima son 36 congresistas y nadie los recuerda. No ejercen labor de representación porque se ha diluido la relación entre ciudadano y parlamentario. Diferente sería que las unidades fueran más pequeñas y que se eligiera unos tres congresistas por circunscripción. De ese modo sería posible identificarlos y se sentirían obligados a rendir cuentas, porque de ello dependería su reelección. Mientras que, con el sistema actual, lo único que importa es ser mediático.
Aunque, son cambios menores que podrían ayudar, pero no resolver el problema de fondo. Este guarda relación con el país, al cual refleja el Congreso. En efecto, la economía delictiva ha crecido exponencialmente y sus agentes han logrado colarse en la política. El libro de Francisco Durand, El Perú fracturado, da cuenta del problema. El autor invita a reflexionar sobre cocaína, contrabando, piratería y oro ilegal para hacerse una idea de la magnitud del delito en el país.
Sucede que la formalidad prácticamente no ha avanzado bajo el neoliberalismo. En este terreno, el crecimiento económico no ha traído una mejoría sensible. Ello se refleja en la recaudación de la SUNAT, que se mantiene inalterable alrededor del 15% del PBI, no obstante que se fundamenta en impuestos indirectos, como el 19% de IGV, que pagan todos, formales e informales. Otro ejemplo, solamente alrededor del 20% de la PEA labora en empresas grandes o medianas, necesariamente formales. El inmenso resto de la población trabaja individualmente o en PYMES, muchísimas de las cuales son informales.
Pero, si lo formal está estático, el problema es que lo delictivo viene creciendo sin parar. El motor principal son las drogas y la cuota de violencia que introduce su tráfico ilícito. Asimismo, somos un país de elevada piratería y de extendida tolerancia frente a este delito.
Como sabemos, el centro principal de la piratería electrónica se halla en Wilson, aunque la sede de la SUNAT, encargada de luchar contra ella, queda en la misma avenida a menos de tres cuadras. No interviene porque no quiere.
Esa economía delictiva se hace presente, puesto que la esfera política representa al país en su conjunto y no solamente a su porción formal. Por ello, abundan los congresistas como Urtecho, Yovera y Reátegui, quienes han tenido la mala fortuna de ser descubiertos, pero que forman parte de un buen grupo decidido a disfrutar del dinero ajeno.
El Congreso no es una excrecencia que se pueda curar como quien extirpa un chupo. Por el contrario, expresa a todo el país, incluyendo informales y delincuentes. Mientras no hagamos algo para aumentar drásticamente la formalidad y combatir la ilegalidad, careceremos de un Parlamento digno de ese nombre. Los traficantes y piratas necesariamente tendrán sus representantes y los veremos actuar diariamente.
Lamentablemente el final es conocido. El desprestigio del Congreso derriba la democracia y provoca la reaparición de la dictadura, como ha sucedido tantas veces en nuestra historia. Tanto Odría como Velasco y Fujimori surgieron después de Parlamentos de bajísimo nivel de aceptación pública.
Fuente: La República (13/11/2013)