Antonio Zapata: «El militante»

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Progresivamente han ido desapareciendo los militantes revolucionarios, que abundaban en décadas anteriores. Muchos eran de papel y carecieron de continuidad. Sucede que ciertas épocas de la humanidad producen revolucionarios, como otras generan seres individualistas interesados solamente en su sensualidad. Ante la tumba de Javier Diez Canseco, cabe recordar que encarnó el prototipo ideal del revolucionario de los sesenta-setenta.

Su constitución era profundamente sentimental. Se identificaba con el doliente a partir de la empatía natural de quien diariamente debe sobreponerse a una enfermedad que lo acompañó toda su vida. De ahí hay solo un paso al rechazo visceral a quién provoca sufrimiento, más aún si lo hace para aprovecharse, para gozar del dolor ajeno. Esa base emocional se razona en la adolescencia y aparece un individuo listo para denunciar la explotación y ponerse del lado de los menesterosos.

En la universidad, Javier adoptó el marxismo como ideología. Respondía a sus inquietudes espirituales y fundamentó su militancia revolucionaria. En aquellos años, el marxismo explicaba el mundo a condición de participar de la lucha por su transformación. La famosa tesis once de Marx era un vigoroso llamado a la acción, que abrazó a una generación; Javier fue uno de los más entusiastas.

En el Perú, esta propuesta se tradujo en la marcha al pueblo, propiciada en Vanguardia Revolucionaria, el grupo político de Javier, por Edmundo Murrugarra que escribió un importante folleto con el seudónimo de Evaristo Yawar. Jóvenes universitarios eran enviados a fundirse con los sectores populares, a compartir su vida y condiciones materiales. Así, se compenetrarían del horizonte ideológico popular, que debía ser impulsado generando conciencia revolucionaria. Como consecuencia, Javier trabajó en las minas del centro, organizando las luchas por su nacionalización y los derechos de los trabajadores.

De este modo, ser revolucionario significaba estar contra el orden existente, no tener miedo en derribarlo, sino por el contrario, proclamar que ese precisamente era el propósito de fondo, terminar con el Estado burgués, la república criolla. Asimismo, la actitud revolucionaria implicaba que las puertas estaban cerradas, que no había incorporación posible al establishment. El ducto principal que conduce a la sociedad rechazaba al auténtico revolucionario, que no se encontraba en su elemento.

Además, era preciso asaltar el cielo. Las puertas estaban férreamente cerradas y solo batallando se tomaría el castillo. Aunque, los partidarios de la guerra popular eran exclusivamente maoístas ortodoxos, el resto pensábamos en términos de insurrección popular y huelga de masas.

En el cálculo habitual en medios clasistas de los setenta, los militares serían sucedidos por una revolución. Todo encajaba, el régimen era una dictadura y se creía disponer de una adecuada estrategia que llevaría al poder popular, cuando se agote el modelo militar, como los bolcheviques habían seguido a Kerensky.

Pero, ello no sucedió, sino que Morales Bermúdez abrió la puerta y Javier entró al parlamento. Desde entonces, fallaba uno de los pilares del pensamiento revolucionario. Había comenzado una evolución que llevaría a los revolucionarios de los setenta a ocupar un puesto equivalente a la izquierda de la socialdemocracia europea. Javier nunca lo aceptó del todo, porque su corazón seguía siendo revolucionario.

No había disminuido su quijotesca pasión por enmendar entuertos. El abuso lo indignaba y la flama originaria lo acompañó hasta el fin. Una firme base moral definía su conducta cotidiana; tenía cuero duro y sabía resistir los ataques. Pero, la campaña de venganza que lo acusó de conflicto ético fue cruel y definió campos en la última etapa de su vida.

Sabía que su modo de ser había despertado odios y los enfrentó con la cabeza alta sin amilanarse. Por ello, recibió el inmenso cariño del pueblo y hasta la tumba rechazó las hipocresías que lo indignaban.

Fuente: La República (08/05/2013)