Pocas veces se reflexiona sobre el origen de nuestro nombre. ¿Era un vocablo indígena? ¿De dónde lo tomaron los conquistadores? Incluso, uno podría interrogarse ¿si el nombre contiene algún mensaje, si acaso muestra una seña sobre el destino del país? Con estas preguntas en mente, Raúl Porras Barrenechea escribió un pequeño y enjundioso libro, recogiendo ponencias y debates que se habían producido en los congresos de americanistas de los años cincuenta.
Según Porras, el nombre del Perú proviene de una deformación del cacique del Birú, cuyos reducidos dominios se hallaban en la costa del Darién, en la frontera entre las actuales Panamá y Colombia. Hasta ahí llegaron los conquistadores en su primer viaje y regresaron con las manos vacías. La tierra era pobre y los indios de guerra.
En efecto, en medio de una vegetación de intrincados manglares, una reducida hueste española había combatido contra indios bravos alistados por el cacique del Birú. Lo limitado de sus medios y lo rudo del sitio hicieron ver al astuto Pizarro que mejor era regresar para armar una expedición bien pertrechada.
No era la primera vez que los españoles chocaban con el cacique del Birú. Anteriormente, Pascual de Andagoya había intentado penetrar en sus tierras e igualmente había desistido de una conquista poco prometedora y muy desgastante. El caso es que el Birú tenía cierto nombre entre estos primeros conquistadores, que saliendo de Panamá se dirigían hacia la entonces desconocida Sudamérica.
Cuando las tropas de Pizarro retornaron del primer viaje, en forma inconsciente generaron un nuevo uso para el nombre del cacique del Birú. En esta oportunidad, Birú simbolizaba en general a las tierras al sur de Panamá, en cuya búsqueda y conquista se habían embarcado infructuosamente.
La soldadesca popularizó la voz “Birú” y la hizo sinónimo de un horizonte geográfico situado al sur y aún por conocer. Así, el nombre del Perú surgió de la deformación castellana de un vocablo indígena. Como palabra es mestiza, porque no es ni española ni india, sino que surge producto de una mezcla.
Cuando los conquistadores salieron en su segundo viaje estaban decididos a avanzar mucho más lejos que en la primera expedición. En efecto, en esta oportunidad llegaron a la costa actualmente colombiana del Pacífico. Ahí queda la Isla del Gallo, donde un reducido grupo resistió en aislamiento hasta que llegaron refuerzos, que habían sido embarcados por el gerente logístico que era Almagro. Entonces siguieron viaje y lograron un primer contacto con el Tawantinsuyu.
Esa segunda expedición se topó con la balsa tumbesina y raptó a los jóvenes que luego serían intérpretes, Felipillo y Martinillo; desembarcó en Tumbes y luego siguió por mar hasta que avistó Chan Chan, donde los españoles tomaron conciencia de la magnitud del reino al que habían arribado. Con esa información decidieron regresar. Esta vez, Pizarro retornó hasta la misma España. Iba a firmar un acuerdo con el Rey y a reclutar una tropa considerable. Ya sabía que estaba ante uno de los grandes imperios de la antigüedad americana.
En ese segundo regreso se consolidó el nombre del Perú. Ahora toda la tierra recién descubierta llevaba ese nombre, popularizado por los españoles de la plebe. Los indígenas andinos rechazaron el nombre del Perú y nunca lo usaron. Los españoles de la Corte quisieron cambiarlo y adoptar un título más elegante, llamando Nueva Castilla a la gobernación de Pizarro. Pero, nada pudo cambiar el curso ya definitivo y las nuevas tierras fueron bautizadas con un nombre plebeyo creado para la ocasión.
Ese nuevo nombre sería Perú, habiendo nacido del encuentro entre civilizaciones y resistido todos los intentos por modificarlo. Su perdurabilidad evidenciaría la ruta mestiza del Perú. Ese era el mensaje de la generación de Porras, cuyo libro representa un momento elevado del esfuerzo por pensar en forma optimista la clave del país, animando una fusión feliz entre Occidente y el mundo andino.
Fuente: La República (14/11/2012)