Antonio Zapata: «El sucesor: Lyndon B. Johnson»

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Al cumplirse cincuenta años del asesinato de John Kennedy, poco se ha reparado en su sucesor, el entonces vicepresidente Lyndon Johnson. Fue un político demócrata tejano, que en noviembre de 1963 accedió a la presidencia, habiendo juramentado en el mismo avión que transportaba los restos de Kennedy. A continuación, fue electo presidente en 1964 y en total estuvo cinco años como gobernante.

Con el gobierno de Johnson llegó al apogeo el sueño estadounidense del Estado del Bienestar, puesto que los beneficios sociales alcanzaron la mayor cobertura de la historia. Asimismo, se consumó la revolución cultural en el mundo capitalista desarrollado y, como consecuencia, Johnson enfrentó una enorme desilusión con su proyecto de sociedad y la encarnizada oposición juvenil a la participación estadounidense en la guerra de Vietnam.

Johnson se sentía progresista y continuador del New Deal de Roosevelt. Para su gusto, Kennedy era demasiado conservador y él quería superarlo. Formuló un programa nacional contra la pobreza y animó la integración de las diversas razas en un solo caldero, que habría de fundir la diversa experiencia de los inmigrantes en un torrente nacional norteamericano.

Asimismo, fue el gran impulsor de la educación pública, ya que su carrera había comenzado como maestro de escuela. Gracias a ello, Johnson disponía de sólidos planteamientos sobre la necesidad de la educación masiva y de calidad. Fue la mejor época de la educación en EE.UU., abriendo oportunidades de ascenso social.

Pero, su política exterior careció de todo rasgo progresista. En América Latina intervino en la República Dominicana y volvió la política del Gran Garrote, desmontando la Alianza para el Progreso que Kennedy había desplegado. Retornaron los halcones a imponer dictaduras cuyo único requisito era posicionarse con EE.UU. en el curso de la Guerra Fría contra la URSS.

Los problemas más agudos que enfrentó fueron en Indochina, donde tuvo que encarar una situación crítica que era herencia de políticas adoptadas por sus antecesores. Hasta ese entonces, la guerra civil en Vietnam era un enfrentamiento entre el gobierno del Sur y el FLN, una guerrilla de base local. Pero, esa guerrilla se estaba transformando en ejército regular e incluso venía de obtener una resonante victoria en combate abierto.

Ante esta situación, los asesores militares estadounidenses no querían aceptar el hecho de que el FLN tenía sólidos apoyos locales; sostenían que sus éxitos se explicaban por sus vínculos con Vietnam del Norte. De acuerdo a su concepción, había una arremetida comunista mundial que buscaba liquidar el capitalismo, apoderándose de esa ficha clave que era Indochina y propiciando el derrumbe del sistema como fichas del juego de dominó.

Por ello, en agosto de 1964 EE.UU. inició un programa de bombardeo en gran escala a Vietnam del Norte. Con esa decisión, la guerra escaló tremendamente y Estados Unidos encontró crecientes dificultades políticas para sostener su ofensiva. Por un lado, el bombardeo masivo no resolvió el conflicto puesto que se basaba en un cálculo equivocado, que sostenía la incapacidad de la guerrilla del Sur para operar sin el apoyo material de Vietnam del Norte.

Además, los bombardeos masivos eran tan crueles que le granjearon la hostilidad de un conjunto de corrientes democráticas en Europa y en medio mundo. Para todas estas fuerzas, EE.UU. se comportaba en forma excesivamente agresiva, sobre todo al descubrirse que había lanzado en Vietnam más bombas que en toda la II Guerra Mundial.

Así, el fracaso de la ofensiva estadounidense en Indochina amargó la presidencia de Johnson y le quitó ese aire New Deal que era de su preferencia.

Durante los sesenta, los poderes fácticos en EE.UU. tuvieron que afrontar la rebelión de una generación que se opuso sistemáticamente a su hegemonía. Habiendo querido ser progresista, Johnson terminó como enemigo de los ideales juveniles. Fue tan gris que todos extrañaron a Kennedy.

Fuente: La República (27/11/2013)