La elección del primer papa jesuita en la historia ha merecido todo tipo de comentarios. Sin embargo, poco se ha mencionado la expulsión y posterior disolución de los jesuitas, a finales del XVIII. En efecto, esta orden registra alzas y bajas como ninguna otra congregación de sacerdotes católicos.
Comenzando el siglo XVIII, en España asumió una nueva dinastía: los Borbones, que venían de Francia. El último rey Habsburgo había muerto sin herederos y hubo una cruenta guerra por el trono. Dos sobrinos contendieron y finalmente se impuso el francés. Con esta dinastía llegaron las luces y el despotismo ilustrado, que dieron pie a un pronunciado reformismo que venía de las alturas. Estos reyes fueron reformistas y quisieron que España recupere una posición de liderazgo, que venía perdiendo aceleradamente los últimos cien años.
En primer lugar, se requería el reino de las luces contra la superstición de los siglos anteriores. Los Borbones no eran ateos, pero buscaban colocar la razón como fundamento de la ciencia. En ese sentido, reducían la fe para la explicación de milagros, pero la verdad debía basarse en el análisis racional, en la experimentación y en la prueba.
Por el contrario, los jesuitas de aquella época eran conservadores y además tenían muchos colegios que educaban a la elite hispanoamericana. De ese modo, si los reyes querían reformas controladas desde arriba, la formación de las elites era una prioridad. Ello llevaba al monarca a una contradicción con los jesuitas.
Además, los Borbones creían que las reformas debían ser de arriba/abajo, sin oposición. Pero, el antiguo régimen de los Habsburgo estaba lleno de entidades intermedias que negociaban con la corona. Los Habsburgo no habían sido centralizados ni piramidales. Por el contrario, en su época funcionaban poderes locales, gremios, órdenes religiosas y hasta los indígenas tenían sus instituciones que los defendían. No solo protegían sino negociaban con la monarquía.
Por ello, los Borbones se orientaron a combatir a los poderes intermedios. Si se necesitaban reformas, su aplicación no podía ser transada con los poderes que se buscaba reformar. Por el contrario, tenían que ser aplicadas en forma tajante.
Así, los Borbones requerían un choque con la orden jesuita, porque ella era el vehículo que aglutinaba los poderes locales a escala imperial. Para imponer el poder absoluto del monarca era preciso sacudirse de los jesuitas y que todos los demás escarmienten en piel ajena.
Por su parte, los jesuitas ya habían sido expulsados de Portugal y Francia por las mismas razones. Era una tendencia internacional y el rey Carlos III de España firmó la orden de expulsión en 1767. Los jesuitas fueron apresados y conducidos a los estados pontificios donde quedaron depositados. Pasados apenas seis años, el papa Clemente XIV disolvió la orden, desapareciendo la congregación de la faz de la tierra.
La dispersión definitiva de los jesuitas era fruto de la presión de los reyes católicos europeos sobre Roma. Ese tema dominó el cónclave para elegir sucesor del papa Clemente XIII, que había fallecido sin ceder; pero, el nuevo papa inmediatamente firmó el decreto desapareciendo a la congregación. Por su parte, la disolución no duró mucho tiempo, porque en 1814, en el contexto de la Santa Alianza, los jesuitas fueron restablecidos por el papa Pío VII.
Se ha dicho que el cardenal Bergoglio recibió la sugerencia de adoptar el nombre de Clemente XV, para ponerse por encima del papa que disolvió su orden. Pero, en gesto de humildad rechazó esa propuesta y ha tomado el nombre de Francisco en recuerdo del santo de Asís, ejemplo perfecto de humildad en el santoral católico.
Ahora bien, los hechos aceptan una segunda lectura. Resulta que Clemente XIV era franciscano. Si uno de ellos los disolvió, el primer jesuita que llega a papa reivindica para sí el nombre de Francisco de Asís. Triunfo completo y tremenda chiquita para los franciscanos.
Fuente: La República (20-03-2013)