La magnitud de los conflictos entre minería y otras actividades productivas lleva a pensar que la minería no es necesaria y que se puede vivir sin ella. Pero, no es verdad y constituye una utopía equivocada. Desde la izquierda, asociada desde siempre a la protesta de los de abajo, es imprescindible restablecer una postura equilibrada sobre el puesto de la minería en el desarrollo nacional.
Para empezar, la minería aporta a la humanidad entera. No habría industria sin minerales y metales. A la vez, la cantidad de habitantes que hoy registra el planeta sería imposible de alimentar sin desarrollo tecnológico. Todas las máquinas se detendrían sin materia prima. Uno podría pensar que sería fantástico; pero, la humanidad ha transitado por varias explosiones demográficas y hoy somos demasiados para que sea sostenible un mundo agrícola, gastronómico y silvestre. La ciudad concentra demasiada gente y su supervivencia depende de cadenas productivas que tienen como piso básico tanto agricultura como minería.
Por otro lado, el Perú es un país de difíciles condiciones geográficas. La erosión es elevada y la superficie agrícola es reducida. Lo vertical no favorece el tipo de herramienta moderna y tenemos varios oasis, pero no disponemos de magnitud de tierra arable.
Asimismo, la gran verticalidad del país ha conspirado contra la comunicación interna y el transporte. Aún persiste un grave déficit de conectividad para crear un mercado interno solvente, integrando la población al consumo masivo.
Pero, un territorio no es una barrera, sino un escenario donde se desarrolla la vida humana. La geografía implica un reto y el carácter nacional depende de la respuesta a ese desafío. La verticalidad andina también nos ha traído grandes beneficios a explotar. Entre ellos se encuentra la minería. Gracias a la brusca elevación que formó los Andes, la cantidad de minerales que posee el Perú es inmensa. Los actores lo saben: las grandes compañías internacionales, los mineros formales nacionales y los millares de pequeños productores denominados artesanales o informales.
Por su lado, la minería es la actividad humana más agresiva con el medio ambiente. A los niveles actuales de contaminación puede arruinar todas las otras actividades productivas. Casos como Doe Run, por ejemplo, no pueden ser permitidos. Es una gran empresa extranjera que ignora su propio contrato y envenena sistemáticamente a una ciudad y su entorno natural.
Pero, sin minería el Perú actual no podría funcionar. Si los proyectos mineros se detuviesen, las facturas no se podrían pagar y las actividades económicas registrarían un brusco bajón. Ante esta tensión, ¿qué podría hacer el Estado? Pues algo, puesto que –por ahora– se deja llevar por las fuerzas vivas de la actividad y reprime con excesiva dureza a los descontentos.
A los mineros informales les ha dado dos años para que sigan en lo de siempre; es decir, pequeña actividad artesanal altamente tóxica. En dos años habrá otra lucha y obtendrán otro plazo. La misma actitud con los grandes mineros. En vez de ello, el gobierno podría tomar el toro por las astas.
El país seguirá en conflicto mientras no se resuelva legal y consensualmente el ordenamiento territorial. En vez de pelear sobre cargos, el Congreso podría legislar sobre dónde se puede realizar minería y establecer los lugares donde estará prohibida. Esa zonificación también implica considerar el tipo de actividad extractiva a ejecutar.
A los artesanales, el gobierno debe empujarlos a mejorar la calidad de su proceso productivo. Por su parte, igual con los grandes mineros, que deben cumplir normas ambientales estrictas, garantizando compensaciones, distribución de ganancias y oportunidades.
Por su parte, los radicales antimineros parecen obviar que el Perú sin minería sería muy pobre y su misma viabilidad como nación estaría comprometida. Aunque, es pertinente recoger su advertencia y obligar a las fuerzas vivas de la minería a proceder en forma responsable.
Fuente: La República