Antonio Zapata: «Las tomas de tierras»

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Al comenzar los años sesenta, dos ciclos de tomas de tierras marcaron el pico de las luchas campesinas antes de la reforma agraria de Velasco. Esas luchas están cumpliendo cincuenta años y prácticamente están olvidadas. Ningún seminario académico o actividad social ha recordado la iniciativa de los campesinos del valle de la Convención y, posteriormente, la extensión de las luchas campesinas a medio Perú, empezando por el departamento del Cusco.

El valle de La Convención es la ceja de selva del Cusco, siempre cultivó hoja de coca y en el transcurso del siglo XX comenzó a ser plantado de café. Pero, era una región malsana, afectada constantemente por la malaria. Los serranos que bajaban a cultivarlo eran especialmente afectados. Por ello, tenía una reducida población y sobraba la tierra.
Luego, durante la II Guerra Mundial se descubrió el DDT que eliminó la malaria. Así, en los años 1950, las condiciones sanitarias cambiaron dramáticamente. Para conseguir mano de obra, los hacendados reactivaron un sistema laboral correspondiente a tiempos precapitalistas, ofreciendo parcelas dentro de sus propiedades, a cambio de trabajo en la porción de tierra que reservaban para sí. Los colonos provenían de la Sierra y se convirtieron en “arrendires” de los hacendados. Con el pasar del tiempo, subarrendaron parte de sus parcelas a otros campesinos más pobres, denominados “allegados”, que cumplían con las obligaciones originalmente contratadas por el “arrendire”. Así, en La Convención, el trabajo estaba organizado en una cadena de servidumbres.

Por su parte, el café era un producto que se vendía bastante bien y tenía salida al mercado internacional. Por ello, la economía agrícola local creció y los arrendires, que habían llegado muy pobres, se convirtieron en una clase media rural, protagonista de la mayor oleada de tomas de tierras de la historia peruana. Por lo pronto, organizaron sindicatos campesinos y se afiliaron a la Federación de Trabajadores del Cusco, FDTC, que tenía dirección comunista.

El principal líder de la rebelión fue Hugo Blanco, quien era trotskista y decretó la primera reforma agraria peruana, la única dirigida por los campesinos mismos. El auge de su lucha ocurrió durante las elecciones presidenciales de 1962, cuyo resultado no fue del agrado de los militares y sobrevino el golpe que llevó al general Pérez Godoy a la presidencia. En ese momento, los campesinos fueron reprimidos; Blanco fue apresado y llevado a juicio, el fiscal pediría la pena de muerte.

Pero, los militares no devolvieron la tierra a los hacendados. Por el contrario, legalizaron las invasiones en esa localidad. Así, los campesinos ganaron la propidad de la tierra, que les ha permitido construir uno de los valles más prósperos del país.

Los militares solo gobernaron un año y convocaron a elecciones que fueron ganadas por Fernando Belaunde en 1963, hace exactamente cincuenta años. Durante su campaña, FBT difundió un discurso favorable a la reforma agraria, tomando ideas de su socio, la Democracia Cristiana. Por ello, cuando ganó las elecciones, el campesinado tomó al pie de la letra el mensaje. Ahí comenzó un nuevo ciclo de invasiones.

Uno de los principales dirigentes de esta segunda oleada fue otro dirigente trotskista, Vladimiro Valer, quien había retornado de Argentina para incorporarse al movimiento. Por su parte, los escritos de Hugo Neira popularizaron a Saturnino Huillca, un dirigente campesino que era cercano a la tradición comunista.

En efecto, el relevante liderazgo trotskista de Blanco era un fenómeno singular, porque la tradición local era comunista moscovita. Los rojos de la capital del incario se habían organizado antes de Mariátegui y siempre fueron puntales del PCP. Por ello, Huillca encarnaba tanto al campesino quechua serrano como a la tradición dominante en la izquierda local. Finalmente, junto con Neira y Valer, Huillca apoyó a Velasco; a diferencia de Blanco, que mantuvo su independencia y construyó su leyenda.

Fuente: La República (25/09/2013)