Esta semana se cumplen ochenta años de la muerte en prisión de Augusto B. Leguía. Fue el único presidente del siglo XX que falleció encarcelado. Para librarse de una figura política caída, pero peligrosa, el gobierno de Luis M. Sánchez Cerro lo dejó morir de un cáncer a la próstata.
Los excesos del oncenio (1919-1930) habían generado ese mal ambiente contra el presidente derrocado. Leguía había tenido sueños de grandeza y realizado mucha obra pública, pero con extendida corrupción y a través de un prolongado autoritarismo. Como se rodeó de sobones y reprimió a sus adversarios, se granjeó enemigos en todos los grupos. A su caída fue denigrado y se buscó extirparlo de la memoria histórica. Así, se esfumó el recuerdo de lo positivo de su gestión, completamente opacado por lo negativo.
Pero Leguía fue fundamental en la conformación del Perú moderno. Por ejemplo, construyó el primer sistema carretero, antecedente de la revolución del transporte y del triunfo de los vehículos a gasolina. Cierto que esa obra se ejecutó gracias a una ley de conscripción vial, que asemejaba la mita colonial, generando explotación y abuso contra los indígenas. Así fue Leguía; toda su obra tuvo unas de cal y otras de arena.
En materia de relaciones exteriores fue crucial para la demarcación del territorio. Durante el oncenio, el gobierno cerró la frontera terrestre con Colombia y Chile, a través de negociaciones muy controvertidas. El tratado con Colombia fue considerado entreguista, porque cedía el Trapecio Amazónico y Leticia. En cambio, el tratado con Chile, que dividía Tacna para el Perú y Arica para Chile, tuvo mejor acogida. Así, las dudas sobre su nacionalismo se contrapesan con su decisión de resolver las indefiniciones de fronteras, que hipotecaban al Estado.
Uno de los aspectos mejor recordados de su obra es la modernización urbana. Como gobernó durante los centenarios –de la Independencia y de la batalla de Ayacucho– aprovechó las celebraciones para impulsar un programa de renovación en ciudades. Principalmente en Lima, pero también en capitales departamentales, el Estado central asumió funciones propias de municipios.
En el caso de la capital, intervino en la vida urbana gracias a la prolongación de La Colmena, uniendo la Plaza 2 de Mayo con la avenida Grau. Al medio ubicó la Plaza San Martín, que antes no existía, definiendo un eje vial y una perspectiva monumental que permanece hasta hoy como el verdadero centro de Lima. Esa renovación era acompañada por monumentos destinados a definir la imagen simbólica de la ciudad. Su gobierno convocó escultores de calidad y construyó muchas plazas nuevas, desde San Martín a Manco Cápac, pasando por el mariscal Sucre. Estos monumentos acompañaban el rediseño urbano, que recibía al automóvil como rey del transporte. Con Leguía se multiplicaron los espacios públicos porque también se abrían las avenidas. Él diseñó la ciudad extensa y de baja densidad que acompañó el predominio del carro.
Ya que era odiado y envidiado, al perder el poder, sus enemigos tuvieron especial cuidado en eliminar los monumentos que se había erigido a sí mismo. Fruto de su megalomanía, había edificado varios espacios públicos con su nombre y figura. El nuevo gobierno los desapareció. Aunque, ironía de la historia, permaneció la base de un monumento. Se trata del obelisco que se halla en la cuadra 24 de la avenida Arequipa, en Lince. La profundidad de la base hizo complicado derribar este pedestal de hormigón. Total, lo dejaron. Pero, inadvertidamente, el año 2009, ahí apareció un busto suyo. Sin ceremonia alguna, la estatua de Leguía ha vuelto a presidir la obra más emblemática de su gobierno, la avenida Arequipa, que antes llevó su nombre.
Los monumentos del centenario han sido analizados en una excelente tesis doctoral escrita por la escultora Johanna Hamann, quien combina su conocimiento de la época con la perspectiva de la artista plástica para entregarnos una obra sobre el mejor Leguía, el alcalde de Lima.
Fuente: Diario La República