El 20 de agosto de 1940, León Trotsky fue asesinado por un agente de Stalin llamado Ramón Mercader, un comunista catalán entrenado por la policía soviética para consumar el crimen contra el veterano revolucionario ruso. Trotsky bordeaba los 60 años de edad, aunque lucía golpeado. Habían mellado su salud, las persecuciones, los sucesivos destierros y las muertes de tantos partidarios y de su misma familia. Cuando Stalin –en la cúspide de su poder– ordenó su muerte, Trotsky estaba completamente aislado y lucía derrotado; entonces, ¿por qué eliminarlo?
En ese momento, la política internacional era especialmente convulsa. El año anterior había estallado la Segunda Guerra, aunque los EEUU aún no entraban a la contienda. Tampoco estaba en guerra la URSS, ya que Hitler y Stalin habían firmado un pacto de amistad y no agresión, que avergonzaba a los PC del mundo entero. Ese pacto fue ardorosamente denunciado por Trotsky, erosionando la confianza comunista en sus dirigentes. Al año siguiente, Hitler lo rompería invadiendo Rusia para cavar su propia tumba.
Pero en 1940 los vientos de guerra soplaban en todo el mundo y Stalin sabía que la confrontación era inevitable. Ante ello, la jerarquía soviética calculó las opciones que Trotsky podía adquirir al final de la guerra. Rusia había tenido dos conflictos en el siglo XX, el primero contra Japón en 1905 y a continuación la I Guerra Mundial. En ambas ocasiones, la contienda culminó en revoluciones y Trotsky se levantó desde cero para presidir el soviet obrero en las dos oportunidades. Así, Stalin eliminó a Trotsky porque temía que lo derrocara al final de la II Guerra.
Por otro lado, Stalin había desatado grandes purgas durante los años treinta. La colectivización forzosa se saldó con millones de sacrificados. A continuación, se agudizaron las luchas políticas y concluyeron en los procesos de Moscú, cuando la vieja guardia bolchevique fue ejecutada. Ese sangriento proceso fue la huella de Stalin en camino al poder absoluto.
Para aplastar a sus rivales, había usado la figura de Trotsky. Lo calumnió hasta convertirlo en un monstruo y entonces era el enemigo perfecto. Cuando Stalin purgó a la vieja guardia la acusó de trotskista. Era el cuco. Pero, al ejecutar a quienes hacíanle sombra, el dictador soviético dejó de necesitar a su viejo rival. Simplemente había liquidado de raíz el pensamiento crítico en la URSS.
Por su parte, el trotskismo no se extinguió con la muerte de su fundador, puesto que –aunque siempre minoritario– se expandió por medio mundo. Sobre este movimiento en el Perú, últimamente han aparecido las memorias de Ricardo Napurí, quien comienza recordando su iniciación como oficial de la FAP y su negativa a reprimir el levantamiento aprista del 3 de octubre de 1948. A continuación, el exilio en Buenos Aires y su viaje a Cuba revolucionaria, donde fue uno de los primeros en llegar luego del triunfo de los barbudos. Su retorno al Perú fue para participar de la fundación de Vanguardia Revolucionaria.
A partir de entonces, la memoria de Napurí es un relato apasionado de las intensas luchas que desgarraron a las izquierdas. El autor tiene la habilidad suficiente para retratar las intransigencias a la luz de las luchas sociales. Sus protagonistas forman los sectores más combativos del pueblo, ofreciendo el marco donde se desenvuelven las peleas entre los rojos locales. De este modo, Napurí logra darle coherencia a su trayectoria en el trotskismo durante los treinta años que median entre los 50 y 80. Pero una vez que se cierra el libro y se medita sobre su argumento, el permanente conflicto interno aparece como fruto de una perspectiva caudillista que dilapidó una rica herencia política.
Fuente: La República (25/08/2010)