No obstante el tiempo transcurrido desde la detención de Abimael Guzmán, la violencia sigue con nosotros, obligando a una reflexión sobre sus orígenes y desarrollo. En primer lugar, la violencia senderista fue fruto de una decisión política, no pertenece a la esfera delincuencial ni tampoco a cuestiones personales.
Guzmán no fue narcoterrorista ni loco; el problema a dilucidar es cómo tuvo éxito abriendo una ruta de sangre que no se ha extinguido, aunque él mismo se haya rendido y llamado a la paz.
Para empezar, la violencia política venía de atrás. Se empleaba para reprimir rebeliones de los de abajo contra el orden establecido. La cuenta de caídos en conflictos sociales es enorme y se remonta a tiempos inmemoriales. Ese abuso quiso ser remediado por un grupo que se asumió como justiciero; sintieron que eran convocados por la historia para implantar la igualdad en la tierra. Asumieron el maoísmo buscando repetir la experiencia de China prerrevolucionaria.
Así, Sendero nació presa de un fuerte dogmatismo, identificando deseo y realidad. El Perú “debía” parecerse a China porque ellos “querían” seguir a Mao. El sentirse llamados a implantar la justicia y su aceptación de manera dogmática fue fundamental para elaborar un pensamiento que alentaba la violencia.
El maoísmo fue un ingrediente clave. En la China antigua, la lucha política se resolvía a través de la guerra. Así había sido en tiempos del imperio y lo siguió igual en la etapa republicana, estremecida por la invasión japonesa. Nunca hubo democracia y el poder era hijo de la guerra.
Entonces, Sendero decidió que debía declarar una guerra contra el Estado peruano, donde en forma inevitable habría muertos, puesto que los hay en todo conflicto. La violencia fue justificada porque para hacer avanzar el carro de la historia hay que pagar un costo en seres humanos. “La destrucción precede al renacer de la vida”.
Los dirigentes del CC de Sendero no calzan con la imagen del resentido social que actúa en venganza por humillaciones que ha recibido. Por el contrario, son intelectuales de clase media, muchos provincianos y relativamente bien formados, que abrazaron ideas justificatorias de la muerte como doloroso paso para arribar al comunismo, el reino de la justicia y la igualdad.
Al entrar en guerra, Guzmán elaboró dos conceptos claves que explican los hechos siguientes. El primero es “batir” y consiste en abrirse paso al control político de una localidad aplicando violencia contra los representantes del viejo Estado. Sendero llegaba a una aldea y amenazaba a la autoridad, lograba que huyera o directamente lo asesinaba, e imponía un comité popular en su reemplazo.
El segundo concepto fundamental fue la “cuota de sangre”. Según su entender, habría caídos y buena parte serían sus propios seguidores. No es fácil matar en la sociedad campesina, inmediatamente los amenazados responden con igual violencia y la guerra senderista se tradujo en una cadena de venganzas. Hasta que entraron las FFAA apoyando a un bando contra otro y los Andes fueron una carnicería. Los muertos de Accomarca hablan por unos y los de Lucanamarca por otros
Guzmán transformó a sus seguidores en kamikazes que estaban dispuestos a matar y también a ser matados. Ahí residió su poder mortífero y su enorme capacidad destructiva, que causó 70.000 víctimas. Por ello, la pieza clave del entramado es el llamado “pensamiento Gonzalo”, que sintetiza una ideología de muerte que sigue rondando en el país. Mientras los “acuerdistas” no renuncien explícitamente a ese pensamiento, es difícil creer su proclamada voluntad de integrarse a la democracia.
Por su parte, el Sendero de 1980 a 1992 generó una situación nueva donde la vida vale poco. La violencia política se ha proyectado en la delincuencial alentada por el narcotráfico. En esta etapa, que vivimos hasta hoy, los renegados del Sendero histórico se han refugiado en las zonas cocaleras manteniendo vivo el mito de alcanzar el paraíso sembrando la muerte.
Fuente: La República (12/09/2012)