[ARTÍCULO] «La Covid-19 y las epidemias del neoliberalismo» , por Marcos Cueto

Lee el artículo de Marcos Cueto, exdirector e investigador asociado del IEP, escrito para el Diario el País►https://bit.ly/3dw1I7r

FOTO: JACK TAYLOR / AFP

Las epidemias regresan cada cierto tiempo para recordarnos nuestra vulnerabilidad. Vulnerabilidad ante la enfermedad y ante el poder. En pocos meses, algo que parecía una catástrofe distante se ha convertido en una tragedia cotidiana. Esta enfermedad producida por un insidioso agente infeccioso —popularmente conocida como coronavirus— se ha extendido a casi todos los rincones del planeta; revelando la torpeza de los gobiernos autoritarios populistas de derecha que atacaron a la ciencia y la salud pública —seguramente para que sus seguidores no piensen racionalmente— y crearon las condiciones para la desinformación, el estigma y el caos que ahora sufrimos.

Esta pandemia no es más que la última de una triste secuela que empezó en los años ochenta del siglo pasado cuando la mayor parte de los gobiernos del mundo abrazaron el neoliberalismo y su envenenada doctrina que pregonaba una drástica reducción del gasto público y el desmantelamiento de la intervención del Estado en los programas sociales. De esta manera se creó una cultura adonde el lucro estaba por encima de todo y de todos; adonde valía el recorte de los recursos humanos de los sistemas de salud, tanto nacionales como internacionales, y donde se banalizaron un rosario de desastres sanitarios como el sida, dengue, SARS, H1N1, ébola, zika y ahora la epidemia que nos abruma. Estas epidemias magnificaron la relación entre los sistemas económicos injustos y las adversas condiciones de vida, y confirmaron la persistencia del racismo (solo basta recordar las infelices frases del presidente de los Estados Unidos sobre un virus foráneo y su deliberada asociación con los chinos que ha alentado actos de violencia contra la población de origen asiático). Una doctrina que idealiza el estilo de vida y que guarda silencio sobre la vulnerabilidad estructural en que viven la mayoría de las personas. No es que no sea importante la higiene personal y el autoaislamiento; pero estas medidas no reflejan la realidad de una gran mayoría de familias pobres de comunidades periurbanas que sobreviven apiñadas en espacios diminutos con acceso limitado al agua, distantes de centros de salud y con personas mayores ya víctimas de los principales determinantes sociales de las enfermedades respiratorias: la pobreza, la falta de abrigo y descanso adecuados y la mala alimentación.

Las pandemias antes mencionadas surgieron o se agravaron por la discriminación, el deterioro del cambio climático, la violencia contra la naturaleza ejercida por fuerzas extractivas sin regulación y la negación de los derechos humanos, como el derecho a la salud de cualquier persona, que abierta o subrepticiamente glorificó el neoliberalismo. Estos llegaron con una trivialización de muertes y enfermedades evitables y la reproducción de estereotipos criminales contra las víctimas de las epidemias como las minorías sexuales, los pobres, los indígenas y las mujeres. La terrible epidemia que estamos viviendo es el testimonio no solo de las fuerzas económicas, sociales y ambientales que desató el neoliberalismo sino de su incapacidad de construir un futuro inclusivo. También marca la erosión, casi irreparable, de una de las leyes supranacionales más valiosas y que ahora casi nadie recuerda: el Reglamento Sanitario Internacional del 2005.

Según este Reglamento, que todos los países del mundo firmaron, la Organización Mundial de la Salud (OMS) iba a coordinar las repuestas a las pandemias. Fue hecha después de numerosas discusiones de acuerdos fundamentales que se remontan a comienzos del siglo XX. Como es evidente casi desde el inicio de covid-19, cada país, estado o municipio ha hecho lo que ha querido, citando cuando le conviene a la OMS. Es importante recordar la recurrente falta de financiamiento internacional que tuvo ese Reglamento y la persistente deslegitimación de esta agencia multilateral de Naciones Unidas —que provocó que las respuestas al ébola en África de hace pocos años fuesen tardías—. Asimismo, es importante mencionar la diferencia entre la crisis económica del 2008 y la crisis de salud del 2020. En el 2008 el Gobierno norteamericano consiguió en pocos días más de 700 mil millones de dólares para salvar a los bancos privados. En contraste, en la epidemia de covid-19, el Gobierno norteamericano inicialmente pidió al congreso norteamericano solamente poco más de dos mil millones de dólares (felizmente el congreso aumentó en algunos miles de millones más esta cifra, pero los recursos son todavía claramente insuficientes). A eso se suma el hecho que en los últimos años la Casa Blanca cortó cerca de 700 millones de dólares para uno de los mejores centros epidemiológicos del mundo, el Centers for Disease Control, y acabó con el equipo encargado de vigilar los brotes epidémicos internacionales que funcionaba al interior de la Presidencia de los Estados Unidos. La recurrencia a usar fondos públicos para los ricos en esta emergencia está escondida en una medida de algunos gobiernos para “estabilizar la economía.” El Gobierno de los Estados Unidos va a inyectar poco más de un billón de dólares, de los cuales solo un pequeño porcentaje irá directamente a las familias más necesitadas y las pequeñas empresas, mientras que el grueso será usado para rescatar a empresas privadas tangenciales a los pobres, como las cadenas de hoteles de cinco estrellas, los conglomerados de aerolíneas, las empresas de cruceros y los restaurantes de lujo.

A pesar de ello, a veces las calamidades nos presentan oportunidades únicas para reflexionar y ser mejores. En un mundo donde diferentes escándalos compiten para acaparar los medios de comunicación, las enfermedades epidémicas son una ocasión para que la salud pública, los científicos y los historiadores de la salud revindiquemos en voz alta la importancia de nuestros trabajos. Para recordar la relevancia de enfermedades endémicas prevenibles que siguen azotando a la sociedad y con cuya existencia nos hemos vuelto transigentes. Para cuestionar las prioridades del mundo adonde la mayoría de los gastos de los Estados se van en armas y adonde celebramos el dispendio de sumas millonarias en el opio del pueblo: las élites del futbol y del cine. También, para desenmascarar la letalidad del negacionismo científico, para reivindicar la importancia crucial de la prevención y la solidaridad y para redirigir los fondos y los funcionarios públicos que no pueden ser sirvientes de los intereses económicos privados.

Algunos historiadores nos hemos dedicado alguna vez a pensar las epidemias y hemos concluido que la ausencia de liderazgo de gobernantes ciegos, así como la xenofobia y la desesperación agravan la calamidad. En el caso de covid-19, existen temas urgentes que requieren del concurso de profesionales de las ciencias socio-médicas como la adhesión de la población a los consejos médicos, la organización de los recursos humanos para hacer frente a las limitaciones de hacer los exámenes y los centros médicos desbordados y para responder con justicia social al grave impacto económico que se proyecta. Como en las valerosas respuestas a otras epidemias de parte de la comunidad, sanitaristas y científicos es importante responder al presente y al mismo tiempo mirar al futuro. Al parecer, en países pobres y de ingresos medios los medios efectivos más baratos son el distanciamiento social (por lo menos un metro y medio entre las personas), las cuarentenas y —además de la cancelación de eventos y reuniones— la suspensión del transporte público, que se está convirtiendo en el gran vector urbano de la Covid-19.

Según el historiador de la medicina Charles Rosenberg, las epidemias tienen un ciclo que empieza por la negación, pasa por la resignación y acaba en el olvido. Como en otras epidemias uno de los principales peligros que enfrentamos no es solamente que se intensifique la globalización de la Covid-19 sino que cuando pase la tragedia volvamos a ignorar a la ciencia y la salud pública; que se pierda una oportunidad para acabar con la retroalimentación entre respuestas fragmentadas e insuficientes y la recurrencia de las epidemias. La esperanza de quien escribe es que ahora la historia sea diferente: que podamos no solo controlar, mitigar y planificar las medidas de salud pública sino acabar de convencernos de que la salud pública es intrínsicamente global y que debemos dedicar ingentes recursos a la gobernanza sanitaria mundial y a la investigación; incluyendo la investigación histórica, que nos puede decir mucho más de los desafíos de la salud del pasado para comprender y actuar en el presente y planificar con esperanza el futuro.