Lee la columna escrita por nuestro investigador principal, Martín Tanaka, para el Diario el Comercio ►https://bit.ly/3Ja2ckL
El 9 de junio pasado falleció el sociólogo Alain Touraine (1925), a los 97 años. Como ha sido reseñado por muchos, fue una gran figura intelectual francesa, de vasta e influyente producción y bastante relacionado con América Latina. En la Pontificia Universidad Católica del Perú tuvimos el gusto de poderlo nombrar Doctor Honoris Causa de nuestra casa de estudios en el 2008, al igual que la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Es imposible resumir la amplia, variada y compleja producción de Touraine en estas líneas, pero creo no guiar mal al lector al decir que una de sus grandes obsesiones fue encontrar las claves del dinamismo o la transformación de la vida social, y que las ubicó en los actores o sujetos sociales, o movimientos sociales. Así, en sus estudios sobre el sindicalismo, el movimiento estudiantil, el ecologismo, el feminismo y otros, una constante sería encontrar las palancas que cuestionan el orden social y encierran la capacidad de superar los males de la modernidad capitalista.
Touraine estudió Francia y países europeos en general, pero también fue un profundo estudioso de América Latina, desde la década de los años 70. Siendo uno de los sociólogos franceses más prestigiosos, y además latinoamericanista, fue un referente central para varias generaciones de académicos, intelectuales y políticos de toda la región formados en Francia, por lo que su influencia fue bastante importante.
El interés de Touraine en los actores y movimientos sociales como potenciales gatilladores del cambio social condujo a varias generaciones de sus discípulos latinoamericanos a buscar semillas o gérmenes de actores colectivos con potencial transformador, inspirando estudios sobre el movimiento de pobladores urbanos, sindicatos obreros, organizaciones campesinas, movimientos de mujeres, estudiantes, regiones, y un largo etcétera. Sin embargo, la mirada que Touraine tenía de América Latina, a mi modesto entender, distaba mucho de una perspectiva voluntarista y centrada en lo social, como sí podría decirse de sus trabajos centrados en Europa y la sociedad “posindustrial”.
En su impresionante libro “La parole et la sang. Politique et societé en Amérique Latine” (1988), traducido al español con el mustio título de “América Latina. Política y sociedad” (1989), Touraine analiza el siglo XX en la región y pone un fuerte énfasis en la debilidad de las clases sociales y de los movimientos sociales en nuestros países, y de su escasa capacidad para generar órdenes alternativos. Esto, porque lo propio de América Latina sería que el principio dinámico parece estar en el Estado antes que en la esfera social o política.
Es decir, en la región han sido iniciativas impulsadas desde el Estado, en el contexto de políticas populistas o lógicas desarrollistas nacional-populares, las que han promovido la modernidad política. Así, ni las clases sociales ni los actores colectivos muestran la autonomía suficiente del Estado para poder pensar en proyectos disruptivos. En buena medida, las clases sociales son hechura de iniciativas y políticas estatales y dependen poderosamente de ellas. Y también los movimientos sociales, que suelen tener lógicas reactivas o de oposición a las mismas, pero sin capacidad de plantear claramente alternativas.
En el mundo intelectual latinoamericano estamos bastante acostumbrados a pensar que la esfera política y estatal sería algo así como el “reflejo” de condiciones económicas y sociales, mucho más en países como el nuestro, con una larga y densa tradición histórica. No solemos considerar que en América Latina nuestra identidad social y política ha sido también moldeada “desde arriba”.
El Perú es una buena muestra de ello: buena parte de nuestra identidad social es consecuencia de las reformas desencadenadas por el gobierno de Velasco, y buena parte de nuestra estructura económica, de las impulsadas en los años del fujimorismo. Y ambos fueron resultados inesperados y a contracorriente de lo que se esperaría desde las condiciones que ambos gobiernos enfrentaron. Nuestro gran déficit es el institucional. ¿Dónde encontrar la fuerza motriz que impulse ese tipo de cambios? Acaso haya llegado la hora de la sociedad civil.