Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/3Sbqj6t
Nuestro país es bastante heterogéneo, diverso, en todos los sentidos. Esto se expresa en una gran riqueza cultural, pero siempre, en este territorio, ha sido un desafío organizarnos políticamente. Nuestra historia prehispánica nos muestra la alternancia de períodos de fragmentación y cierto localismo con otros de expansión y hegemonía de un grupo que, para lograrla, tenía que tejer cuidadosamente acuerdos, alianzas o compensaciones, siempre inestables. Y, desde el orden colonial y luego republicano, parecemos oscilar entre extremos, períodos de autoritarismo y de desorden y conflicto alternadamente.
En el tiempo democrático reciente, los resultados electorales y los datos de encuestas de opinión muestran elocuentemente una ciudadanía en la que la condición socioeconómica marca diferentes percepciones, preferencias y opiniones respecto de nuestra realidad política. La región también cuenta: suelen registrarse diferencias muy importantes entre Lima, la costa norte y la sierra sur. Y, asociadas a las diferencias regionales, también hay diferencias entre procedencias étnicas, y entre el mundo urbano y rural. Estas diferencias no son insuperables: en su momento, durante el primer gobierno de Alan García, o en el momento más alto de la popularidad de Alberto Fujimori, estos liderazgos fueron capaces de despertar una adhesión mayoritaria en todos los sectores sociales del país. Algunos otros, si bien no mayoritarios, despertaron adhesiones más parejas en todo el territorio o sectores sociales, como Fernando Belaunde o Alejandro Toledo.
Pero en el último tiempo, en medio del agravamiento de los problemas de representación política, los liderazgos muestran mucha menor capacidad de convocatoria, aparecen anclados en algunos nichos de respaldo y además suscitan un activo rechazo de parte de otros. Ejemplos recientes de estos liderazgos polarizantes son los de Keiko Fujimori o Pedro Castillo. En la actualidad, y de cara a las eventuales elecciones generales del 2026, encontramos niveles de identificación partidaria casi inexistentes y simpatía por liderazgos personales extremadamente bajos. Esto, además, en un contexto de altos niveles de fragmentación política, con la posibilidad de enfrentar una próxima elección con unas 30 candidaturas presidenciales y listas parlamentarias en disputa por el voto preferencial, ahora que el Congreso eliminó en la práctica las elecciones primarias abiertas, simultáneas y obligatorias que buscaban precisamente reducir el número de candidaturas en competencia.
Lo que se desprende de esto es la necesidad de enfrentar las próximas elecciones y el próximo período gubernamental con una lógica de formación de alianzas o coaliciones, pero con bases programáticas mínimamente consistentes; no un gran “sancochado” que se desarticula pocos días después de la elección. Y esta lógica debería comprender tanto a la izquierda, a la derecha y al centro; es decir, a todos aquellos sectores que todavía piensan la política en términos de programa, a diferencia de los ‘partidos cascarón’, que sirven casi exclusivamente como vehículos circunstanciales a intereses personales y particulares.
A finales del año pasado, el grupo Coalición Ciudadana lanzó un manifiesto buscando “impulsar la participación ciudadana y alcanzar consensos en reformas políticas fundamentales para fortalecer la representación y protegerla contra la corrupción y el crimen organizado”. Es una iniciativa que saludar, que articula personajes y organizaciones disímiles que podríamos ubicar alrededor en el centro político, que ojalá pudiera repetirse en el mundo de la derecha y la izquierda. Para que esto sea posible, tenemos que ser conscientes de que la política es un ejercicio siempre complicado, riesgoso, en el que se toman decisiones con mucha incertidumbre y donde no siempre es posible evitar equivocarse o tomar decisiones controversiales. Pero hay una gran diferencia entre esto y la defensa de intereses particulares o mafiosos. Ante la diáspora actual y el riesgo de una captura del Estado “desde abajo”, de esos intereses que se cuelan a través de un sistema de partidos quebrado, es deber en la izquierda, la derecha y el centro intentar recuperar una política más principista. Y, luego, asumir que el Perú es mucho más grande y complejo que aquellos que piensan relativamente como uno.