Lee la columna de nuestro investigador principal, Martín Tanaka, escrita para el diario El Comercio. ►http://bit.ly/3SJzWJr
A estas alturas queda claro que el gobierno de Dina Boluarte ha optado por un rumbo en el que apuesta por contener el descontento y la protesta social (según la encuesta de febrero del Instituto de Estudios Peruanos, el 73% de los entrevistados considera que Boluarte debe renunciar y un 58% se identifica con las protestas en curso, un porcentaje que llega al 71% en el sur del país) basándose en la represión y en demostraciones de fuerza, para lo que se apoya en las Fuerzas Armadas y en la Policía Nacional del Perú (PNP).
Esto, en buena medida, es consecuencia de que no cuenta con partido, cuadros y respaldos significativos en los que sostenerse, pero también de haber desechado el camino de construir espacios que permitieran diálogos, y salidas más políticas y negociadas. Sin embargo, el problema de fondo es que el Gobierno parece seguir una visión bastante simplista y “conspiracionista” del malestar y la conflictividad social, por lo que acentúa el componente intimidatorio y represivo, y bloquea las posibilidades de entendimiento con sectores de oposición legítimos.
Ahora, cuando en una democracia el Ejecutivo actúa de manera autoritaria, son los otros poderes del Estado los que lo contienen. Otras instituciones fiscalizan, investigan, sancionan, paralizan o anulan decisiones que rompen el marco legal y constitucional. Por esta razón, elementos típicos que hacen que una democracia se convierta en un régimen autoritario son iniciativas como el cierre o la recomposición de los Congresos, la reorganización e intervención del Poder Judicial y la fiscalía, de los organismos electorales, entre otros. Este camino puede hacerse de maneras descaradas o sutiles, y en la región hemos sufrido las acciones de Alberto Fujimori, Hugo Chávez, Evo Morales, Daniel Ortega o Nayib Bukele. Como puede verse, la tentación autoritaria no tiene banderas ideológicas ni nacionalidades específicas. Todos estos presidentes construyeron formas autoritarias de régimen partiendo de una legitimidad democrática electoral, pero que utilizaron de manera perversa precisamente para eliminar o limitar contrapesos o controles.
Una clave en este proceso de destrucción de la democracia está en el control del Congreso. En la medida en que este es el principal contrapeso al poder del Ejecutivo, en tanto representa al conjunto de la comunidad política y en tanto suele ser el organismo responsable de nombramientos claves para los equilibrios democráticos, su control es requisito indispensable para ejecutivos autoritarios. Por esta razón, todos los presidentes mencionados en el párrafo anterior inventaron la manera de, aprovechando alguna coyuntura en la que su popularidad estaba en alza, cerrar o acosar al Parlamento para forzar una recomposición que les resultara favorable. Una vez controlado el Congreso, se cuenta con la aparente legitimidad para iniciar el proceso de control del conjunto de instituciones que puedan amenazar al poder autocrático.
No es para nada el caso de la presidenta Boluarte, una presidenta débil, sin mayor iniciativa, sin respaldo ciudadano, sin representación propia en el Parlamento. Lo que ocurre es que parece haberse formado de manera inesperada una coalición informal de carácter populista y conservadora. La debilidad extrema de los partidos ha hecho que en el Congreso proliferen intereses particularistas, asociados a intereses informales, en los que derechas e izquierdas convergen alrededor de lógicas populistas, anti institucionales y en torno de valores conservadores. El Congreso elegido en el 2021, en medio de un proceso simultáneo de polarización, fragmentación y de generalización de discursos populistas, no dio lugar solamente a un choque entre posturas ideológicas de derecha y de izquierda, sino también a amplias zonas de acuerdo en contra del papel desempeñado por expertos, tecnócratas, redes modernizadoras nacionales e internacionales, e intentos de construcción institucional. El Ejecutivo, el Congreso y también el Tribunal Constitucional, hechura de este, son parte de esa coalición. Esto no tendría por qué ser necesariamente un problema, pero se convierte en uno cuando una coalición se propone “desterrar” a la adversaria y entiende el conflicto político como una suerte de cruzada restauradora, llevándose de encuentro el pluralismo político y las reglas de juego institucionales.