Lee la columna de nuestro investigador principal, Raúl Asensio, escrita para el diario El Comercio ►https://bit.ly/3FwQEWk
Defender la democracia cuando quienes la atacan piensan distinto es sencillo. Lo complicado es defenderla cuando quienes la atacan piensan de manera parecida a uno. Durante los últimos días he recordado estas palabras que me dijo Julio Cotler, durante un viaje a Arequipa en el 2004 para asistir a un evento titulado “Diálogos por la Democracia”, cuando reflexionaba sobre las cuatro dictaduras a las que le había tocado enfrentarse: Odría, Velasco, Morales-Bermúdez y Fujimori.
No sé lo que Julio pensaría sobre la situación actual. No soy médium y no voy a hacerme pasar por intérprete de su pensamiento. Si sé que para los que nos consideramos de izquierda, analizar esta terrible semana constituye un enorme desafío, ya que nos obliga a enfrentarnos cara a cara con un monstruo que generalmente no queremos ver: en nuestro país existe una izquierda tan autoritaria y dispuesta a ir más allá de la ley para lograr sus objetivos como la peor derecha.
En un artículo anterior señalaba las similitudes entre Castillo y Trump, en cuanto a discurso (populista, nacionalista, antiextranjeros), perfil de sus seguidores (mayoritariamente rural, mayoritariamente masculino, concentrado en los territorios más pobres) y estilo de gobierno (confrontacional, hipermasculino, caótico y con continuos cambios de ministros). Ahora sabemos que el parecido se extiende también a su voluntad de aferrarse al poder, aun cuando esto suponga dar un golpe de Estado. Creo que esta similitud no es casual. No son tampoco los únicos ejemplos. Ambos personajes pertenecen a una cohorte de políticos que en los últimos años se ha extendido por todo el mundo. Personajes ambiciosos, con escaso compromiso democrático, que llegan al poder gracias al apoyo masivo de los territorios más relegados, en los que obtienen porcentajes abrumadores gracias a un discurso que combina sentimentalismo, nacionalismo, retórica exaltada y promesas de retorno a una edad de oro perdida.
Andrés Rodríguez-Posse, profesor de la London School of Economics, denomina a esta corriente “la venganza de los lugares que no importan”. Como resultado de los cambios económicos y sociales de la globalización, sostiene, se estaría produciendo una polarización entre territorios “ganadores” y “perdedores”. Esta polarización sería tanto material como afectiva. A medida que se concentra el poder económico y político, los territorios periféricos ven disminuir las oportunidades, extendiéndose en ellos una sensación de frustración y agravio comparativo acompañada de una crítica hacia los territorios más dinámicos, a los que se considera frívolos, insolidarios y traidores al espíritu nacional.
En el Perú esta fractura se asienta sobre otras anteriores, raciales, políticas y culturales, y sobre una historia de dos siglos de centralismo exacerbado que ha llevado a una concentración de la riqueza y el poder político en la capital. Arequipa, Apurímac, Ayacucho, Cusco, Huancavelica y Puno, donde las protestas derivadas del fallido golpe de Castillo son más intensas, han pasado del 35% de la población en 1940 al 16% en la actualidad. Su peso económico, que superaba el 40% en el siglo XIX, es ahora del 12%. Lima-Callao, en cambio, ha pasado del 13% al 36% de población y su peso económico supera el 60% del PBI nacional.
Todos sabemos lo que hay detrás de estas cifras. Sea cual sea la valoración que nos merezca Castillo, su éxito es síntoma de un problema más profundo. Rodríguez-Posse advierte, y creo que este es el punto clave, que la polarización territorial deriva de situaciones reales de desequilibrio e inequidad. Las fracturas territoriales son cada vez mayores y tienen consecuencias políticas, no solo en países poscoloniales como el Perú, sino en todo el mundo. Atender las demandas de los territorios relegados es una cuestión ética, pero también un imperativo para la preservación de la democracia.
Por supuesto, el análisis no puede quedar aquí. Detrás de un estallido de violencia fratricida como el que estamos viviendo, hay muchas cosas. Hay historias locales, intereses colectivos y responsabilidades individuales. El politólogo Rodrigo Barrenechea, en una de las intervenciones más lúcidas, nos ha recordado que las explicaciones monocausales pueden ser moralmente tranquilizadoras, ya que nos permiten dividir el mundo entre buenos y malos, pero pocas veces ayudan a entender la realidad. Si la violencia ha llegado al punto actual no es solo porque existan agravios estructurales, sino por la actuación de los actores políticos: la incapacidad del gobierno de Boluarte para comprender la magnitud del desafío, la indolencia y soberbia de un Congreso que cada vez más parece la orquesta del Titanic, la presión de quienes piden más represión, las masacres y la militarización del orden público, la irresponsabilidad de los que ven cercano el asalto al Palacio de Invierno y juegan a extremar las contradicciones.
Todos estos factores se deben incluir en la ecuación. Pero ni unas nuevas elecciones ni un cambio de gobierno, por más que sean la única salida posible para detener las matanzas, van a solucionar los problemas derivados de la polarización territorial y de la frustración de millones de peruanos que se sienten relegados y ninguneados. Peruanos que, para hacerse escuchar, están dispuestos a dar su apoyo a opciones extremistas, ya sea de derecha o de izquierda. Y a seguirlas incluso por el camino del golpismo.