Lee la columna de Rolando Rojas, investigador principal del IEP, escrita para el Diario El Comercio ► https://bit.ly/3i4oh5U
La república peruana cumple doscientos años. La generación que la fundó lo hizo con la promesa de constituirnos como nación, como una comunidad de ciudadanos, de individuos entrelazados por el ejercicio común de derechos políticos. Sin embargo, el desarrollo de nuestras instituciones fue un proceso complejo. Las disputas políticas no terminaban en el acto electoral, sino que se prolongaban en las calles y salones, en la forma de motines y conspiraciones.
Los numerosos golpes de Estado y las ocho Constituciones del siglo XIX ilustran suficientemente sobre la inestabilidad política. Con acertada observación, el historiador Cristóbal Aljovín denominó a esa época como una centuria de caudillos y constituciones. El Estado peruano fue una pequeña nave que se disputaron militares ambiciosos, acompañados por monteras populares. La preeminencia de los cuartelazos en nuestra vida política hizo que los procesos electorales no se consolidaran como las fuentes de la legitimidad de los gobernantes.
En este escenario, los lazos políticos que debían de constituirnos como una comunidad nacional no pudieron prosperar. La imagen de una colectividad que se reúne para elegir a sus gobernantes y que decide los destinos de la nación fue solo un sueño de los fundadores de la república. Y este sueño se abandonó en 1895, cuando las élites políticas, creyendo que con ello apaciguaban las revueltas de las provincias, restringieron el voto de los analfabetos, que en su mayoría correspondía a la población indígena.
Si bien esto significó que la política se constriñera a los salones de las élites, en las primeras décadas del siglo XX emergieron procesos sociales y políticos que generaron vínculos integradores entre los peruanos. Aparecieron así las primeras organizaciones gremiales y los partidos de masas, particularmente el APRA, que a través de la movilización popular tejieron lazos desde el mundo civil. Esto, sumado a la construcción de carreteras, las migraciones a las ciudades y la demanda de servicios públicos, presionaron sobre el Estado por políticas de integración social. Se desdibujaba así la imagen del Perú como un archipiélago social.
El crecimiento del Estado, la modernización económica, la expansión de la educación y la reforma agraria afianzaron los procesos de integración. En la segunda mitad del siglo XX, tanto por las movilizaciones populares como por la acción del Estado, entró en crisis el viejo orden oligárquico. El Perú adquirió los contornos de una sociedad nacional. Tal vez, la mejor imagen de este proceso sean los intensos flujos de intercambios entre lo rural y lo urbano, tanto de bienes materiales como culturales, que caracterizan al Perú actual.
Este proceso de integración social se complementó con el otorgamiento del sufragio a los analfabetos en 1979. El retorno a la democracia, entonces, se produjo sobre nuevas y amplias bases sociales, con actores colectivos organizados y movilizados, muy distinta a la democracia del siglo XIX.
Por supuesto, este proceso de integración ha sido incompleto y conflictivo, pero los logros obtenidos nos permiten mirar al Perú del bicentenario con optimismo.