Lee la columna «Debate sobre la informalidad» escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, para el Diario El Comercio ► https://bit.ly/4dZwaF9
Considero que tenemos un gran debate pendiente en nuestro país: cómo entender y enfrentar el desafío de la gran extensión de la informalidad y de su representación política.
Podría decirse que entre las décadas del 70 y 80 primaba desde las ciencias sociales una visión “optimista” del mundo informal, aunque no se la llamara con ese nombre. Se estudiaba el proceso de migración del campo a las grandes ciudades, especialmente a Lima, iniciado hacia finales de la década del 40, y se veía en esto la gestación de un proceso de integración nacional, de “cholificación”, el encuentro difícil, pero en último término positivo, entre las tradiciones andinas y las aspiraciones de la modernidad. De un lado del espectro, José Matos Mar fue un referente de este tipo de lectura, en la que resaltaba la vigencia de prácticas solidarias y la formación de identidades colectivas que podrían ser el germen del socialismo. Del otro, Hernando de Soto también veía este mundo con gran expectativa, pero destacando la iniciativa empresarial individual como el germen de una posible revolución capitalista. El mundo informal, que las instituciones formales habían sido incapaces de integrar, se veía más bien como una oportunidad para refundar nuevas instituciones, más democráticas e incluyentes para algunos, más competitivas y más afines a la prosperidad para otros.
La década del 90, signada por las consecuencias de las políticas de ajuste y la implantación de políticas neoliberales bajo el fujimorismo, estuvo marcada por un ánimo pesimista. Las necesidades de sobrevivencia en medio de una liberalización extrema sin instituciones condujeron a un gran desorden, siendo el transporte público un ejemplo emblemático. La entronización de la ideología del emprendedurismo y del individualismo condujo a un debilitamiento de las identidades colectivas, de las nociones de lo público compartido. En esos años, además, empezó a registrarse la aparición de pandillas, de diversas formas de violencia urbana, prácticas “desestructurantes”. En lo político, empezó a denunciarse la extensión de prácticas como el clientelismo, la adhesión a estilos populistas y autoritarios. El mundo informal, en suma, aparecía como problema, no como solución.
En el nuevo siglo, al compás del crecimiento de la economía, se registró una suerte de reducción del mundo informal: el empleo formal crecía y manifestaciones de una aparente modernidad se generalizaban en todo el espacio urbano. Fueron años en los que, desde el mundo formal institucional, se intentó recuperar terreno y poner un poco de orden: se impulsaron, por ejemplo, una reforma del transporte y de la educación básica y superior, ámbitos en los que prácticas informales habían pasado de ser soluciones de emergencia a fuente de problemas. La desaceleración económica puso nuevamente en agenda qué hacer con el mundo informal; durante la pandemia, la informalidad nuevamente fue diagnosticada como un problema que limita la implementación de políticas eficaces. Al mismo tiempo, cada vez más cobramos conciencia de la creciente extensión de una economía ilegal y delictiva, con vínculos con el mundo informal.
En lo político, el funcionamiento del Congreso, en particular de los elegidos en el 2020 y en el 2021, se ha percibido como fuertemente influenciado por intereses informales e ilegales. No sin razón se reclama la necesidad de evitar que la representación política sea “capturada” por esos intereses. ¿Cómo encarar esa tarea? Seguiré la próxima semana.