Lee la columna «¿Democracia o dictadura?» escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, para el Diario El Comercio ► https://bit.ly/4nKuynf
En el último tiempo, al constatar la escasa aprobación ciudadana de nuestras autoridades políticas, y la conformación de una mayoría congresal que atraviesa agrupaciones de, en principio, diverso signo ideológico, que legisla y toma decisiones ampliando su poder y prerrogativas, que se mueve con lógicas populistas y conservadoras, que se distancia de organizaciones de la sociedad civil, y que además se muestra agresiva y confrontacional frente a sectores críticos, diferentes analistas han señalado que nuestro país habría dejado de ser una democracia.
Este señalamiento llama la atención, en tanto, por lo general, la desaparición de la democracia está asociada a la existencia de algún líder o grupo claramente identificado, que es el que concentra el poder y excluye al resto. En nuestro país padecimos el autoritarismo del fujimorismo en la década de los noventa; en el panorama actual de la región, los gobiernos de Maduro en Venezuela, Ortega en Nicaragua o Bukele en El Salvador expresan claramente distintas formas de autoritarismo. ¿Puede existir autoritarismo sin líderes autoritarios? En principio sí: en Guatemala, en el contexto de los gobiernos de Jimmy Morales (2016-2020) y Alejandro Giammattei (2020-2024), se denunció cómo el poder político en realidad no residía en el mandato resultado del voto popular, sino en un entramado de intereses, básicamente expresados en el Parlamento y en el sistema de justicia, según el que, mediante diversas modalidades de captura del poder estatal, diferentes grupos de poder económico, político y criminal en realidad controlaban el poder para asegurar la continuidad de prácticas monopólicas y actividades ilícitas, y su impunidad. Afortunadamente, la movilización de la sociedad civil impidió la continuidad de este orden, y las elecciones del 2023 llevaron al poder al presidente Bernardo Arévalo, quien ganó sobre la base de la promesa de combatir estos arreglos mafiosos.
El Perú sería una ilustración más de este tipo de situación, en el que la representación política estaría “capturada” por intereses informales, ilegales, y por representantes con causas abiertas en el Poder Judicial. Ciertamente no es sencillo caracterizar el paso de un régimen democrático a uno autoritario. En el pasado, el cambio se realizaba mediante golpes de Estado llevados a cabo por las Fuerzas Armadas. En el mundo de hoy esto es muy excepcional; en realidad, el cambio suele darse de manera progresiva, y además los autoritarismos actuales buscan legitimarse apelando a la continuidad de las formalidades democráticas, y los líderes o referentes de las formas autoritarias de gobierno suelen ocupar posiciones resultado de elecciones, incluso pueden ser figuras muy populares, de allí que se hablara de “autoritarismos competitivos”. ¿Cómo distinguir una erosión o declive o debilitamiento de la democracia y la entrada a la zona autoritaria? A mi juicio, esto ocurre cuando las instituciones diseñadas para limitar o contrarrestar un uso arbitrario del poder están totalmente maniatadas, en particular las instituciones del sistema judicial y los organismos electorales. En nuestro país, afortunadamente, todavía existen espacios de autonomía en ambos ámbitos. Además, la coalición autoritaria tiene contradicciones internas, fisuras que le dificultan hacerse de un poder total. Así, no parecería tener sentido, en el Perú de hoy, pedir alguna forma de intervención internacional por la pérdida de la democracia, por ejemplo. Sí tiene todo el sentido denunciar y combatir las arbitrariedades y conductas autoritarias desde el poder. Y movilizarse para asegurar la realización de elecciones limpias.