Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/3uPgByX
La semana pasada comentaba que el predominio de discursos extremistas y polarizantes dificultaba la posibilidad de un diálogo y el establecimiento de acuerdos mínimos de convivencia democrática, y tomaba como referencia diferentes lecturas del período 2001-2016.
Desde el 2016, diferentes “narrativas” se hacen diametralmente opuestas. En un extremo, el Caso Lava Jato y otros escándalos habrían demostrado la amplitud y extensión de prácticas de corrupción, atravesando gobiernos de todo tipo, en el ámbito nacional y subnacional, y la interrelación indebida entre el poder económico y el poder político. Esto mostraría la inviabilidad del modelo económico neoliberal y del modelo de democracia representativa imperantes, de allí que todos los intentos de reforma impulsados por Pedro Pablo Kuczynski, Martín Vizcarra, Francisco Sagasti o Pedro Castillo terminaran en el fracaso, por lo que correspondería una refundación integral del orden político que se canalizaría a través de una asamblea constituyente.
Desde algunos sectores de derecha, desde el 2016 lo que habríamos tenido es la hegemonía de un sector “disfrazado” de institucionalista y reformista, que en realidad intentaba tener el control político a través del manejo de instrumentos judiciales. Así, casos como los de Odebrecht y Los Cuellos Blancos del Puerto habrían sido parte de una ofensiva para neutralizar a los adversarios políticos, y el gobierno de Vizcarra –y en parte el de Sagasti– sería emblemático de esto. Vizcarra utilizó la crisis judicial para construir poder y la decisión de cerrar el Congreso en setiembre del 2019 ilustraría bien este esquema. Este poder se extendería hasta el gobierno de Sagasti, con la capacidad de bloquear y forzar la renuncia del presidente Manuel Merino. Estos intereses se habrían también acomodado dentro del gobierno de Castillo, pero es solo con Dina Boluarte que estarían perdiendo posiciones claves.
En realidad, lo que considero que hemos tenido es una intensa disputa política entre grupos muy débiles y poco estructurados, por lo que las visiones con tintes conspirativos, que asumen la existencia de grupos muy bien organizados y poderosos, pecan por exceso. Puede ser cierto que Vizcarra intentara aprovechar políticamente la causa de la reforma de la justicia y de la reforma política, pero también lo es que el Congreso controlado por Fuerza Popular tenía en sus manos canalizar institucionalmente esas iniciativas. Y si bien Vizcarra disolvió el Congreso en setiembre del 2019, también propuso, en julio de ese mismo año, el recorte de su mandato y el del Congreso, y que luego no pudo evitar su vacancia.
Las protestas sociales del 2020, así como las del período 2022-2023 después de la vacancia de Castillo, no responden tampoco a la manipulación; son expresiones espontáneas, de allí también su carácter discontinuo y efímero. Al mismo tiempo, en el mundo del gran poder económico y de la derecha encontramos también gran dispersión y dificultades para actuar de manera concertada. Y, si bien podría decirse que, en medio de todo, el modelo de economía de mercado se ha mantenido, también lo es que desde el 2016 su fortaleza es claramente declinante, que la inversión privada tiende a la baja y que demandas por un “relanzamiento” y medidas para promoverla han caído en oídos sordos.
Acaso un punto de acuerdo sea la constatación de que la judicialización de la política ha sido excesiva. Pero su dinámica muestra que nuestro sistema de justicia está compuesto por una gran variedad de intereses y facciones altamente cambiantes, donde diferentes presiones –resultado del contexto político– terminan inclinando la balanza de la acción judicial en uno u otro sentido, siguiendo cierto populismo judicial, del que se cuelgan diferentes sectores de la prensa y actores políticos para intentar descalificar a sus adversarios políticos.
Pero la imprevisibilidad, la débil autonomía y el poco profesionalismo son problemas que se deben resolver con nuestra justicia, no plantear la eliminación de un tipo de enfoque y la implantación de un modelo único. Si avanzamos en desjudicializar la política, los esfuerzos de esta deben concentrarse en articular mejores políticas públicas para enfrentar los problemas de los ciudadanos.