Lee la columna escrita por Martín Tanaka, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/4bBynpY
En el último tiempo, desde sectores diversos se constata que nuestro debate político está marcado por una mucho mayor presencia de discursos extremistas y polarizantes, que dificultan el establecimiento de acuerdos mínimos necesarios para una convivencia democrática civilizada o la implementación de políticas de Estado sensatas que permitan enfrentar los problemas que más preocupan a los ciudadanos. En medio de esto, sacan provecho grupos de interés particular, intereses informales e ilegales. Para enfrentar el escenario catastrófico de la captura del Estado por parte de mafias e intereses oscuros, todos los sectores democráticos “razonables” dentro de la izquierda y la derecha deberían pactar normas mínimas de convivencia y la implementación de algunas políticas de Estado.
En cuanto a las políticas, pareciera que no resultaría tan complicado. En los últimos años parece haberse generado cierto consenso en torno de la necesidad de lograr tasas más altas de crecimiento, para lo que la promoción de la inversión privada resulta clave, pero también lograr un crecimiento más diversificado, más inclusivo, que atienda preferentemente algunos territorios, como la sierra sur o la Amazonía; de que necesitamos enfrentar con decisión la inseguridad ciudadana y el crimen organizado; de que debemos tener políticas para enfrentar la violencia contra las mujeres y otras poblaciones vulnerables; y de que, para lograr estas metas, necesitamos implementar una carrera pública que permita mejorar la eficiencia y la eficacia del Estado en todos sus niveles, así como contar con entidades públicas profesionales, autónomas, aisladas del patronazgo político.
Pero los acuerdos que el país necesita requieren también mínimos consensos alrededor de la lectura o interpretación de lo que ha sucedido en los últimos años, y de cómo hemos llegado a la situación actual; lo que hoy se ha puesto de moda llamar “narrativas”. Aquí sí que descubrimos posiciones muy encontradas, también entre personas que podrían considerarse sensatas y dialogantes. Es natural que haya siempre debates y visiones contrapuestas, pero estamos ante la dificultad de contar con parámetros básicos de acuerdo.
Respecto al período 2001-2016, parece haber consenso en que se trató de un período de crecimiento importante, que resultó además fundamental para la reducción de la pobreza. También, que se trató de un crecimiento que debió ir acompañado de reformas institucionales (reforma del Estado, de la justicia, reforma política, mejora de la educación y la salud), que resultó ilusa la idea de las “cuerdas separadas” entre economía y política. También, que se avanzó parcialmente en algunas reformas que hoy están en franco retroceso, en particular en la educación, y que se deberían defender. Donde hay amplio y agrio desacuerdo es en que, desde sectores de izquierda, se considera que vivimos un modelo neoliberal profundamente excluyente, controlado por grandes intereses económicos, que debe ser cambiado de manera radical, a través de una asamblea constituyente. Este discurso ha perdido relativa audiencia después del descrédito del gobierno de Pedro Castillo, ahora que las tasas de crecimiento han disminuido, junto con la reducción de la pobreza, y en medio de la incertidumbre que generan los posibles desenlaces de una aventura constituyente, como lo muestra el caso chileno.
Desde algunos sectores de derecha, la lectura es completamente opuesta: se denuncia que este período estuvo más bien controlado por “izquierdistas”, de alguna manera “infiltrados” en el Estado, que incubaron en esos años los males que hoy estaríamos padeciendo. Este relato es imposible de sostener: en realidad, la izquierda salió muy golpeada de la década de los 90 y no logró recomponerse relativamente sino hasta la aparición del Frente Amplio, en las elecciones del 2016. Lo que sí existió fue una cierta apertura, tanto durante los gobiernos de Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, a la participación de independientes con agendas reformistas en diferentes áreas, que precisamente explican los avances señalados líneas atrás. Obviamente, pueden haberse cometido errores y excesos, pero no al punto que denuncia este discurso.
Las diferencias en las lecturas de los acontecimientos posteriores al 2016 son mucho más pronunciadas. Sobre ello seguiremos la próxima semana.