Lee la columna de Ricardo Cuenca, investigador principal del IEP, escrita para el diario El Comercio. ► https://bit.ly/2VEUtps
Educar en tiempos de pandemia fue inesperado y complejo para todos los sistemas educativos en el mundo y, en particular, para el nuestro, que tiene en las desigualdades educativas su mayor problema. Y es que, más de diez años de mejora en algunos indicadores de cobertura y de aprendizaje no lograron frenar las consecuencias de la injusticia educativa expuesta sin tapujos en estos tiempos de pandemia. El inicio del año educativo fue también complejo, pues sobre la pandemia vino una crisis política, que dio origen a un gobierno de transición y emergencia, y un proceso polarizado de elecciones generales que afectó la débil cohesión social del país.
En este contexto, el Estado Peruano atendió la educación con las herramientas de las que dispone. Su respuesta fue rápida y certera. La decisión de no suspender el servicio educativo a pesar de tener todo “cuesta arriba” se mantuvo desde el inicio de la pandemia. Particularmente, desde el 18 de noviembre del 2020 nos propusimos trabajar sobre lo avanzado y priorizar los asuntos posibles de atender en ocho meses, poniendo por delante siempre a los estudiantes.
El diseño y la implementación de políticas públicas, como las educativas –porque la idea de que la educación es un bien público ya no admite dudas–, implica siempre grandes desafíos, más aun en un país con problemas estructurales, contextos políticos precarios y una sociedad fracturada. En el campo educativo, además, se suma la idea construida alrededor de un sistema educativo peligrosamente acostumbrado a los éxitos asociados a programas particulares antes que al fortalecimiento institucional del propio sistema.
Detrás del inicio del año escolar y del retorno a clases, de la reestructuración del Ministerio de Educación, de la vacunación a los docentes rurales, de la regulación de la educación privada, de la incorporación del enfoque de género en las guías y protocolos curriculares, de la descarga de tareas administrativas de los directores, y de la digitalización de la matrícula y los certificados, hay decisiones múltiples y difíciles; y detrás de estas, hay otras más.
En un régimen democrático, estas cadenas de decisiones responden a intereses públicos y guardan oculto el objetivo de ser legítimas entre la ciudadanía. De esta manera, Estado y sociedad se protegen para no ceder a la tentación de la falsa efectividad del autoritarismo. El trabajo del Estado y de los ministerios es gestionar las políticas públicas sobre la base de la búsqueda de acuerdos colegiados entre distintos niveles de gobierno, del chequeo cruzado que permita el equilibrio necesario entre “lo político” y “lo técnico”, de estar alertas frente a la seducción de que basta con cierto tipo de evidencia para trabajar en los asuntos públicos.
Tomar decisiones y hacerlo con base en acuerdos ocasiona siempre que algo se pierda, pero también que algo se gane. Por ello, resulta fundamental que gobernantes y funcionarios generen confianza y legitimen estos procesos de diálogo y negociación. Es importante que impulsen también un ejercicio ciudadano para que se participe y se acompañe esas decisiones y, de esta forma, no se asista a ellas desde un palco distante. Así, podemos emprender tercamente la lucha contra nuestra extendida e inconveniente práctica de confrontar antes que dialogar.
En su libro “Imaginemos un Perú mejor… y hagámoslo realidad”, el expresidente Francisco Sagasti propone una potente doble idea: recuperar la capacidad de imaginar un país mejor y acercar esa imaginación a lo posible. Educar en tiempos de pandemia implica un gran desafío, pero también una oportunidad para imaginarnos una mejor educación y acercar esa idea a lo posible.