Lee la columna «El dilema de nuestra historia económica» escrita por Carlos Contreras, investigador principal del IEP, para el Diario El Comercio ► https://bit.ly/49jiWUN
Hace exactamente un siglo y medio, poco antes de la guerra más infausta de nuestra historia, el Perú se vio enfrentado a un serio dilema. Vivíamos una crisis fiscal, ya que los recursos con los que el gobierno se había alimentado en los últimos 30 años habían desaparecido por la necesidad de pagar los intereses de una cuantiosa deuda externa, contraída principalmente para construir ferrocarriles. Estos no se habían terminado, salvo el del sur, entre Mollendo y Puno, que no llegaba a brindar utilidades.
¿De dónde obtener recursos para el fisco? Desde la independencia, los gobiernos habían ido desmantelando los impuestos dejados por los españoles, tomándolos por instrumentos del coloniaje. No era fácil pasar ahora a la política contraria. No solo por la contradicción con un discurso sostenido por tan largo tiempo, sino porque los impuestos nunca son fáciles de aplicar; peor si se trata de nuevos. Y cuando resultan exitosos, se disfrutan recién en el largo plazo. En países como el nuestro, en el que la legitimidad de los gobiernos tiende a la escasez, la resistencia a pagarlos se convierte en una obligación cívica, y encuentra formas ingeniosas de evasión.
La alternativa más sencilla y a mano parecía por ello la del estanco. Esta significaba instaurar un monopolio del Estado sobre algún producto, cuya venta pueda rendir rápidas y jugosas ganancias. Era algo en lo que nuestra querida patria tenía rica experiencia. En los siglos pasados, que se remontaban al virreinato, el Estado había disfrutado de los estancos del azogue, el tabaco y, más reciente y rendidoramente, del guano.
Había estancos pensados para el mercado interno, y otros para el mercado mundial, que eran los que prometían mayores ganancias. Pero para que estos resultasen lucrativos, el producto sobre el que se aplicaba debía tener pocos o, mejor todavía, ningún competidor. Como fue el caso del fertilizante del guano.
Hacia 1875, sus depósitos estaban próximos al agotamiento, y le había surgido la competencia del salitre. Pero Dios era peruano, de modo que también teníamos yacimientos de salitre en casa, en la remota y olvidada provincia de Tarapacá. ¿No resultaba lo más apropiado estancar el salitre? Lo triste es que esto suponía desalojar a los productores locales, que con gran esfuerzo y creatividad habían levantado esa industria de la nada. La mayoría eran gentes del sur, muchos con apellidos aimaras, como Choque, Caques o Callasaya. También había familias tacneñas, como los Marquesado y Bermúdez, y hombres de todo el mundo. Pero lo bueno es que carecían de fuerza política. De otro lado, a diferencia del guano, que bastaba solo recogerlo, al salitre había que extraerlo del caliche en el que venía contenido. Para esto se había montado una infraestructura de “oficinas salitreras”, preñadas de máquinas de vapor, ferrocarriles y depósitos. ¿Iba a pagarse la expropiación? ¿Con qué dinero?
Con la distancia que da el tiempo, hoy podemos decir que la opción de los impuestos hubiera sido mejor. Sobre todo porque en el largo plazo era la mejor manera de construir ciudadanía, haciendo de la población el origen y no solo el destino de la riqueza pública. Pero el gobierno de Pardo optó por lo más fácil, y sobre todo lucrativo para la élite limeña. La expropiación de las salitreras iba a poner el negocio en sus manos, puesto que la administración del estanco correría a cargo de una compañía administradora manejada por los bancos de Lima. La expropiación fue pagada con certificados del tesoro, que rendían una tasa de interés. Tras la guerra del salitre, la presión de los países europeos a los que pertenecía un número de los expropiados hizo que el gobierno de Chile aceptase pagar los certificados.
Hay decisiones que una vez tomadas son irreversibles, como pasó con esta de hace 150 años, en la que debimos elegir entre los impuestos o el estanco. No podemos enmendar el pasado, pero sí aprender de la historia.