Lee la columna de nuestro investigador principal, Raúl Asensio, escrita para el diario La República ► https://bit.ly/3PYWWCv
Las primeras constituciones, surgidas en la época que los historiadores denominan «revoluciones atlánticas», eran documentos cortos, sin demasiada retórica más allá del preámbulo inicial, con unas pocas decenas de artículos que establecían los límites del terreno de juego, sin entrar a definir los contenidos concretos de las políticas. Se consideraba que definir estas políticas era labor de los gobiernos y que la constitución sólo debía fijar los principios básicos de la convivencia. La tendencia actual es exactamente la contraria. Los procesos constituyentes de las últimas décadas han arrojado constituciones cada vez más largas, con centenares de artículos, alto contenido retórico y predilección por incluir cada vez más temas.
Nuestro país no parece ser una excepción. La última encuesta del IEP muestra que, aunque aumenta el apoyo a una reforma constitucional parcial o total, está muy lejos de existir unanimidad sobre el contenido. Para unos, la reforma debería ser esencialmente política, para otros debería ser económica, centrarse en el ámbito social, en la lucha contra la delincuencia, la discriminación, la supuesta degradación moral, la desigualdad o la corrupción. Lo más probable es que, en un esfuerzo por aunar todas estas demandas, en caso de salir adelante el sueño de la constitución propia derive en un documento farragoso, sobrecargado de retórica, con decenas de “nuevos” derechos que nunca pasarán de ser un saludo a la bandera. Un documento inmanejable que a la vuelta de unos pocos años estaremos pensando en cómo cambiar de nuevo.