La crisis del covid-19 ha tenido un impacto multidimensional sin precedentes. Todos los países del mundo se han visto afectados, y en distinta medida se ha puesto a prueba la situación sanitaria, económica e institucional de nuestras naciones.
Nadie puede prever con exactitud cuánto durará la crisis. Lo que sí se puede tener en claro es que el gobierno no solo debe pensar en el control de la enfermedad, sino en cómo las respuestas que plantee puedan contribuir a cambiar las condiciones en que nos encontró la pandemia.
Hemos pasado por años de un discurso individual, basado en el éxito particular, muchas veces al margen del Estado y de sus instituciones. La pandemia nos ha hecho ver con elocuencia (más de 180 mil casos confirmados y más de 5 mil muertes oficiales –más según otros cálculos-) que los pequeños éxitos individuales no nos hacían un país mejor, menos desigual y más inclusivo. Es por ello, que pese a las medidas radicales que tomó el gobierno, no hemos podido controlar los efectos del covid-19.
Somos un país vulnerable para una crisis sanitaria de esta envergadura, lo muestra claramente el último estudio del IEP sobre Desigualdad y vulnerabilidades: alimentaria, sanitaria, laboral, financiera, emocional, entre otras.
El covid-19 llegó y lo tuvimos que enfrentar sin el escudo de un buen sistema de salud y de una economía sostenible. En lugar de ello, tenemos personas que han dejado de comer o que no tienen agua potable, muchas sin acceso a internet. Y el empleo mostró su verdadera cara: un empleo vulnerable, basado en la informalidad y sin seguros previsionales y de salud.