Lee la columna de nuestro investigador principal, Martín Tanaka, escrita para el diario El Comercio ►http://bit.ly/3uajUwQ
La semana pasada comentaba el enredado juego político en el marco de la discusión sobre las cuestiones de confianza presentadas por el presidente del Consejo de Ministros, Aníbal Torres, el 9 y el 17 de noviembre. Las cosas han empeorado significativamente. La respuesta del Congreso ante el pedido de derogar la Ley 31399 (de enero del 2022), que regula el ejercicio del referéndum, fue, al amparo de la Ley 31355 (de octubre del 2021), que regula el ejercicio de la cuestión de confianza, “rechazarla de plano” el pasado 24 de noviembre y argumentar que trata sobre “materias prohibidas para el planteamiento de una cuestión de confianza”.
Es que la Ley 31355 establece que no cabe este planteo cuando se afectan “los procedimientos y las competencias exclusivas y excluyentes del Congreso de la República”. Y la misma ley establece que “la cuestión de confianza es aprobada o rehusada luego de concluido el debate y luego de realizada la votación [en el pleno]. El resultado de la votación es comunicado expresamente al Poder Ejecutivo, mediante oficio […]. Solo el Congreso de la República puede interpretar el sentido de su decisión”.
Si bien está claro que la Ley 31355 está pensada para evitar que el Congreso pueda ser disuelto como ocurrió el 30 de setiembre del 2019, y que esa ley altera gravemente el equilibrio de poderes, la ley está vigente y no fue declarada inconstitucional en un fallo por mayoría del Tribunal Constitucional (TC) en febrero pasado. Por esta razón, cabía esperar que el Gobierno simplemente dejara caer a Aníbal Torres y renovara a un Consejo de Ministros desgastado. Y que aprovechara una situación que parecía de precaria estabilidad, en la que el Gobierno no se veía con energía ni capacidad para implementar ninguna de sus iniciativas “revolucionarias”, ni la oposición con el número de votos suficientes para vacar o suspender al presidente. Que concentrara sus energías en su defensa judicial y política ante las múltiples investigaciones que cercan al presidente y su círculo más cercano, y que aprovechara la caída en la aprobación del Congreso y los errores de la oposición (como el proceso por traición a la patria seguido por la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales, anulado por el Tribunal Constitucional el 23 de noviembre) para poner la casa en orden.
Sin embargo, el 24 de noviembre el Consejo de Ministros acordó interpretar que “el rechazo de plano de la cuestión de confianza” equivale a su negación. Se trata de un cambio sustantivo. Hasta el momento, el Gobierno asumía el papel de víctima ante las maniobras de la oposición y se beneficiaba de sus errores. Pero acaso envalentonado por la percepción de que la confrontación con el Congreso le favorece o temeroso de perder el control de votos clave en el Congreso en el contexto de los avances de las investigaciones fiscales, el Gobierno juega ahora la carta de la confrontación y la amenaza de la disolución del Congreso.
A mi juicio, se trata de una respuesta no solo totalmente a contracorriente de lo que necesita el país en estos momentos, sino también bastante torpe en términos políticos. Es muy difícil que el Gobierno logre imponer la interpretación de que el rechazo de plano equivale a la negación de la cuestión de confianza, y ya el Congreso aprobó el 26 de noviembre interponer ante el TC una demanda competencial y una medida cautelar contra el Poder Ejecutivo, aprobada por 98 votos, con solo 10 en contra y cuatro abstenciones. En otras palabras, los parlamentarios muy probablemente cerrarán filas y, ante el escenario de la disolución, seguramente construirán la mayoría calificada para más bien vacar o suspender al presidente.
Llama la atención cómo el Gobierno opta por un camino que no solo agrava la situación del país, sino también la de él mismo, cuando parecía establecerse el escenario de la sobrevivencia de Castillo hasta el 2026.