Lee la columna de nuestro investigador principal, Antonio Zapata, escrita para el diario La República ► https://bit.ly/353kzXK
Siendo peruano y viviendo este comienzo de siglo XXI, es imposible dejar de pensar en la decadencia. Como sabemos, los Andes fueron la cuna de la civilización en Sudamérica, después de la conquista, malo que bueno, fuimos cabeza de la ocupación española, pero en el siglo XVIII Buenos Aires nos adelantó y en el siglo siguiente Chile nos ganó una guerra decisiva. Por su parte, la república ha sido una constante pérdida de oportunidades y llegamos a nuestros días en medio de una crisis política que lleva años y nunca se resuelve.
Una actitud ante este declive es pensar que ha llegado el momento para detenerlo. Es posible invertir el curso y poner el país en marcha. Basta formular un proyecto colectivo y tener voluntad para llevarlo a cabo. Así, ha ocurrido varias veces en nuestra historia. Ahí están los fundadores de partidos, Mariátegui, Haya y Belaunde, para mostrar que hemos tenido capacidad de reacción. Se han formulado nuevos sueños y deseos de grandeza.
Pero también se puede adoptar una actitud pasiva, aceptando el declive y lavándose las manos. El famoso libro de Spengler sobre la decadencia de Occidente ofrece el argumento. Los países y las civilizaciones son como los seres humanos, entidades orgánicas que después de su recorrido declinan y mueren. La fase de decadencia se manifiesta por una degradación del liderazgo, aventureros inescrupulosos o buenos para otras cosas conducen al desastre final.
El problema es el fracaso de los proyectos colectivos que pusieron en marcha los fundadores de la política moderna. El APRA ha perdido su inscripción, no hay nuevos líderes ni ideas renovadoras y se ve difícil que recupere protagonismo. Acción Popular es una marca compuesta por muchas tendencias y escasa cohesión. La actual presidenta del Congreso destaca por prepotencia y dificultad de expresión verbal; realmente es un puntal de Castillo, porque nadie la ve ocupando su lugar.
Por su parte, primera vez que la izquierda llega por la vía electoral y en corto medio año ha caído en un desorden impresionante. Ya ni se sabe si es de izquierda o si alguna vez lo fue. Las elecciones peruanas tienen mucho de rifa y por lo tanto no tiene gran mérito ganar una elección. Estar ahí y que a uno le toque el huachito. El verdadero mérito es gobernar en forma razonable y dejar huella. Pero, como vemos, la principal fuente de inestabilidad es el mismo Ejecutivo que cava su propia tumba modificando su composición a un ritmo enloquecido. Nunca ha logrado mantenerse un gobierno que cambia ministros a esta velocidad.
La crisis de los partidos empezó con Fujimori y la transición democrática prolongó su decadencia. Como dice Carlos Monge, en vez de transición fue degradación democrática, porque vino acompañada de un aumento brutal de la corrupción. Ya no es cuestión exclusiva de los partidos, sino que el Estado en su conjunto ha caído presa de elevada corrupción. Empezando por la cabeza, todos los presidentes de los últimos treinta años, salvo Paniagua y Sagasti, han acabado como Fujimori aceptando judicialmente su responsabilidad o afrontando juicios por sobornos gigantescos como Toledo o puertas giratorias como PPK, sin hablar del suicidio de García.
Una vergüenza. Además, hay que sumar a los gobernadores regionales, enjuiciados 24 de los 25, multitud de alcaldes y diversas mafias. El Estado se ha desplomado, lejos de ser una palanca para el desarrollo es percibido como un pantano que no ofrece nada positivo para la sociedad. Lamentablemente es así y nada cambiará sin modificar la forma de hacer política y una limpieza general del aparato del Estado. Toca a la nueva generación evitar que el país siga imparable la ruta de Spengler.