Lee la columna de nuestro investigador principal, Martín Tanaka, escrita para el diario El Comercio. ►http://bit.ly/3Z9aVc9
Ante la reciente ola de “desastres naturales”, todos constatamos que no es la naturaleza la que causa los desastres, ni que ellos ocurren de manera inevitable, sino que en realidad los desastres no son nada naturales, sino consecuencia de la acción humana irresponsable y temeraria. Esta acción humana comprende en parte a los ciudadanos comunes, pero sobre todo a mafias e intereses poderosos y muy bien organizados, así como a autoridades de diferentes niveles.
Hace tiempo que los expertos advierten sobre los riesgos que entraña nuestra geografía y el cambio climático, y que nuestro país es lamentablemente uno de los más vulnerables del mundo, junto con Bangladesh y Honduras. Y sabemos que el riesgo de lluvias fuertes, que generan desbordes de ríos, inundaciones, huaicos y aluviones, es cada vez mayor. Experiencias recientes lo demuestran de manera elocuente, siendo el penúltimo evento El Niño costero del 2017. También estamos advertidos de la muy probable ocurrencia de sismos de altas magnitudes en diferentes partes del territorio, en particular en la costa central.
Después de cada emergencia se hacen declaraciones críticas y autocríticas ante la falta de previsión, se formulan propósitos de enmienda y se anuncian cambios en las políticas públicas para que los problemas pasados no vuelvan a ocurrir. Y, sin embargo, la percepción que tenemos es que no se avanza, al menos no con la decisión y la eficacia necesarias. Todos sabemos que hay problemas políticos y de gestión, y es importante intentar ponerlos en blanco y negro para poder actuar sobre ellos.
Para empezar, no es evidente que la política de Estado en gestión del riesgo de desastres sea verdaderamente una prioridad para autoridades y ciudadanos. Sabemos que estos riesgos existen, pero al no tener certeza de cuándo, cómo y en dónde exactamente se van a materializar, siempre aparecen necesidades y urgencias más apremiantes. Tenemos gigantescos déficits en infraestructura y provisión de servicios en todas partes, así que no es sorprendente que la prevención y reducción de riesgos tienda a posponerse. Además, una vez que la atención pública declina y las prioridades empiezan a ser otras, las dificultades de implementación asociadas a nuestros niveles de informalidad ralentizan todos los procesos.
Segundo, tenemos el dilema de manejar estos asuntos de manera centralizada o descentralizada. ¿Quién debe tomar las decisiones de qué, cómo y dónde intervenir? Se suele iniciar con el planteo de autoridades centrales, pero una vez que las cosas pasan por el Congreso, o por efecto de las presiones de los representantes de los departamentos y autoridades regionales y locales, se suelen compartir responsabilidades, pero no necesariamente con una lógica de complementar esfuerzos, lo que termina fragmentando las decisiones.
Tercero, cada entidad pública y sus unidades ejecutoras en los diferentes niveles de gobierno constituyen un enjambre en el que conviven políticos, funcionarios y un entorno de asesores, proveedores y contratistas que aspiran a tener una cuota de decisión y de presupuesto. Dependiendo de la competencia de esos conglomerados, las obras se llevarán a cabo, pero con una lógica muy compartimentada, sin responder a estrategias o lógicas globales. Y el gran problema es que atender riesgos –como la ocurrencia de desbordes, inundaciones y huaicos– requiere de una mirada en conjunto que integre toda una cuenca, por ejemplo, lo que amerita intervenciones que recorren diferentes sectores, niveles de gobierno, y diferentes gobiernos regionales y locales. Los problemas de coordinación y la negociación que implica suelen terminar diluyendo los esfuerzos.
Acaso ha llegado el momento de tomar al toro por las astas. Necesitamos entidades responsables con presupuesto, capacidad de ejecución y autoridad para tomar decisiones e implementarlas, al menos para las intervenciones más urgentes y críticas. Estas entidades deben tener criterios claros de acción, altos niveles técnicos, bastante autonomía y un relativo blindaje frente a las presiones de la coyuntura y los intereses particulares. Si algo bueno puede salir de la actual emergencia, sería la creación de entidades con estas características.