Lee la columna de nuestro investigador principal, Carlos Contreras, escrita para el Diario El Comercio ► https://bit.ly/43QSVHg
En el historial de víctimas civiles a manos de las fuerzas del Estado, los hechos de Llaucán, una hacienda de la provincia de Chota, durante el año 1914, guardan un lugar de privilegio entre los momentos de mayor horror y cantidad de muertos de nuestra historia republicana. Han pasado más de cien años de la tragedia, pero la sucesión de acontecimientos recuerda todavía mucho de lo ocurrido hace pocos meses en las provincias del sur y revela la vigencia de viejos patrones en nuestra sociedad y nuestra política que siguen repitiéndose como una película de terror que estuviésemos condenados a nunca dejar de ver.
La hacienda Llaucán era propiedad del colegio San Juan de Chota, que subastaba su arriendo cada cierto tiempo. El ganador de la subasta no explotaba directamente la hacienda, sino que subarrendaba parcelas a familias campesinas, que le pagaban, ya sea en dinero o en productos. Algunos de estos inquilinos se habían posesionado de extensos lotes, que subarrendaban a su vez a campesinos más pobres. En 1914 la subasta fue ganada por Eleodoro Benel, por una suma que más que duplicaba el monto vigente. Esta era una buena noticia para el colegio, pero mala para los arrendatarios de la hacienda, ya que deberían sufrir el aumento de los alquileres a fin de que el nuevo conductor pudiera cumplir con la nueva suma.
Benel era un terrateniente de la zona que hacía frecuentes contratos con el Estado y que unos años después cobraría fama como un bandolero social que se levantó contra el gobierno de Leguía. Tenía rivales entre la clase terrateniente de Chota, que se opusieron a que tomase el control de Llaucán, por el poder y la influencia que ganaría, e instigaron a los campesinos de la hacienda a rechazar al nuevo locatario. Entre estos existía también una larga tradición de resistencia al pago del arrendamiento y el anhelo de una parcelación definitiva de la propiedad que los beneficiase. En las décadas recientes los terrenos de la hacienda se habían convertido en refugio de bandoleros; algunos de ellos, aliados, pero otros enemigos de Benel.
En los últimos meses de 1914 unas 300 familias tomaron la casa hacienda e iniciaron una huelga de pago del arrendamiento, bloqueando la salida de los administradores. Un primer destacamento de soldados, al mando del capitán Prada, intentó conciliar con los rebeldes y calmar los ánimos, sin ningún resultado. Un segundo destacamento de 150 hombres al mando del prefecto del departamento, Belisario Ravines, llegó a Llaucán el 3 de diciembre, ubicándose frente a la ocupada casa hacienda. Sus tropas fueron rodeadas por más de un millar de campesinos armados con porras, piedras y cartuchos de dinamita, de los que se abastecían en la cercana mina de Hualgayoc.
En medio de un clima de gran tensión, el prefecto se dirigió a los campesinos instándolos a deponer su rebelión y llegar a un arreglo con el nuevo locatario, pero este intento pareció enfurecerlos aún más. El rodeo de los amotinados sobre las tropas se estrechó. Ravines amenazó con abrir fuego si no se detenían. En este momento la campesina Casimira Huamán corrió hacia el prefecto, gritando que no debía entregar la hacienda a Benel, y con una soga trató de derribarlo de su montura para azotarlo. Entre la tropa estaba un capitán que era hijo de Ravines, y salió a acribillar a tiros a la mujer. Este hecho precipitó el ataque de los rebeldes. Ravines ordenó una primera descarga de tiros al aire, que no los detuvo. Vino entonces la fatídica orden de disparar al cuerpo. No una, sino tres rondas. Recién al ver a las víctimas regadas en el suelo, los campesinos emprendieron la huida, siendo perseguidos por los soldados que, atacando con disparos y golpes de bayoneta, parecían estar en una guerra convencional y no en el debelamiento de una protesta social.
No hay cifras exactas del número de muertos en Llaucán. Jorge Basadre refiere que fueron “más de ciento cincuenta entre mujeres, niños y ancianos”, pero los testimonios de los testigos más cercanos elevaron el número hasta 400. Tras la tragedia, Ravines fue destituido y el oficial a cargo, más una docena de soldados, fueron dados de baja, pero no hubo más sanciones. El alquiler de la hacienda a Benel fue anulado, procediendo el colegio a cobrar directamente los arriendos.
Este relato se basa en el excelente libro del historiador inglés Lewis Taylor, “Gamonales y bandoleros: violencia social y política en Hualgayoc”, que acaba de ser reeditado en una versión ampliada y revisada respecto de la original, de los años 90. Para su reconstrucción, Taylor ha compulsado testimonios oficiales y relatos locales. Tanto los que trataron de librar a Benel y a las autoridades de alguna culpa en los hechos como los de aquellos que los responsabilizaron. Termina sindicando a los terratenientes enfrentados con Benel como los autores intelectuales de la tragedia, aunque el día de los hechos estos se mantuvieron prudentemente a varios kilómetros del lugar.