Lee la columna de nuestro investigador principal, Raúl Asensio, escrita para el diario El Comercio ►https://bit.ly/3TEvA6n
Hace algunos años, durante un trabajo de campo, pregunté a un alcalde que recién asumía el cargo cuál era su principal objetivo para los siguientes cuatro años: “seguir siendo alcalde”, me respondió. Aunque al principio me costó entenderlo, no lo decía en broma. Buena parte de los esfuerzos de las autoridades locales en nuestro país se concentran en evitar ser revocados, ya sea por medios políticos, judiciales o administrativos. Durante los últimos años, esta parece haberse convertido también en la principal preocupación de las autoridades nacionales.
En su defensa hay que decir que no se trata de paranoia: un Congreso disuelto y dos presidentes obligados a dejar el cargo antes de tiempo son una buena razón para la preocupación. En su esfuerzo por evitar ser defenestrado, hasta ahora el gobierno de Pedro Castillo podía dividirse en dos etapas. La primera, hasta enero, estuvo marcada por el repliegue del presidente, mientras dejaba hacer a sus aliados de izquierda. La segunda, inaugurada simbólicamente en el momento en que dejó de usar sombrero, se caracterizó por alianzas cambiantes y pragmáticas, dirigidas a sumar los votos necesarios para evitar la vacancia, sin importar demasiado la ideología.
Desde julio hemos entrado en un tercer momento. Castillo parece haber decidido que la mejor defensa es el ataque. Tenemos ahora un Ejecutivo mucho más proactivo, incluso agresivo, que ha retomado la retórica polarizadora de la campaña electoral. Y lo cierto es que parece estar funcionando. La cuesta abajo de la popularidad se ha detenido e incluso parece repuntar, según varias encuestas publicadas en las últimas semanas.
No es sorprendente. Desde hace varios meses sostengo que, en términos sociológicos y políticos, antes que con las recientes victorias electorales de la izquierda en Chile y Colombia, el “fenómeno Castillo” se entiende mejor si se compara con movimientos como los dirigidos por Donald Trump en los Estados Unidos, los hermanos Kaczyński en Polonia o el primer ministro Narendra Modi en India. Como en esos casos, el clivaje es económico, social y cultural, y tiene que ver con los efectos desiguales de la globalización y el crecimiento de las últimas décadas. Castillo ganó las elecciones con el apoyo mayoritario de las zonas de menor dinamismo económico y de mayor sensación de postergación. Antifujimorismo aparte, su victoria fue una expresión de descontento de quienes se sentían perjudicados o postergados por estos cambios.
En la literatura especializada, estos movimientos suelen denominarse populistas-nativistas. Más allá de sus discursos, suelen ser conservadores y nacionalistas. Se caracterizan por una combinación de proteccionismo económico, discurso antiélites y defensa de una idílica comunidad nacional que se considera amenazada por la globalización, la inmigración y la falta de compromiso o patriotismo de las élites. Tanto en el poder como en la oposición, muestran una enorme agresividad verbal y ataques constantes contra un supuesto “Estado profundo” que les impediría gobernar. Este enfoque confrontacional no es una cuestión de estilo, sino que forma parte de su propia esencia, ya que se considera que la nación está en un riesgo existencial y los opositores, más que rivales políticos, son traidores, explotadores o algo peor.
Creo que esto último es precisamente lo que un sector de seguidores de Castillo echaba de menos: un gobierno a la altura de las expectativas, que no se encoja y que, más allá de cuáles sean sus resultados, muestre los dientes y devuelva golpe por golpe. En esa misma línea de regresar a sus esencias populistas-nativistas apuntan algunas de las medidas anunciadas las últimas semanas, como la obligación de cantar el himno nacional en las escuelas, la mano dura contra los inmigrantes venezolanos o el hecho de no haberse opuesto a la liberación de Antauro Humala. Algunas de estas iniciativas son difíciles de llevar a cabo y posiblemente queden en nada, pero su introducción en el debate público apunta a recuperar el apoyo de grupos que fueron clave para el triunfo electoral de Castillo: los sectores populares de las grandes ciudades, donde existe un fuerte sentimiento anti-venezolano, y la sierra sur. Es aquí donde las encuestas nos muestran que Castillo está recuperando parte de la popularidad perdida.
¿Será suficiente? Aunque no nos guste, lo cierto es que en contextos de alta polarización las estrategias de defensa agresiva pueden tener buenos resultados para sus promotores. Desvían el foco de los problemas de gestión y contribuyen a mantener cohesionado a un núcleo duro de seguidores. No le darán a Castillo la mayoría, pero quizás logre una capacidad de bloqueo similar a la que ya dispone en el Congreso. En un entorno tan volátil como el peruano, tiene poco sentido hacer predicciones, pero ejemplos como el de Donald Trump nos muestran que, por muy cuestionado que esté, un presidente puede sobrevivir si consigue conservar el apoyo de un sector suficiente como para hacer inviable su destitución.