En comparación con el resto del continente, somos el país con uno de los niveles más bajos de confianza interpersonal y el de menor confianza en la Presidenta y en el Congreso. Quizá por eso no es tan sorprendente que siete de cada diez personas encuestadas digan que no les creen en absoluto cuando hablan (71% y 69%, respectivamente).
Estos datos, junto con la creciente insatisfacción con la forma en que funciona la democracia en Perú (IEP, julio de 2024), nos muestran con crudeza la profunda crisis política en que estamos. Destacamos dos elementos preocupantes: que la legitimidad política, clave para la estabilidad democrática, es prácticamente inexistente y que lo que teóricamente conocemos como “representación” parece ser un acto teatral en el que cada cuatro o cinco años ejercemos el papel que nos corresponde.
Estamos a menos de dos años de un proceso electoral donde elegiremos a quienes ocuparán los principales cargos en los poderes Ejecutivo y Legislativo, creyendo muy poco en los actuales representantes. Esto tiene serias implicancias en las elecciones, cuyo nivel de confianza ha caído en los últimos años.
Mejorar los mínimos para el desarrollo ciudadano, garantizar la presencia y atención del Estado y la igualdad de oportunidades para todos, requiere de buenos líderes, que prioricen el país frente a su propio beneficio. Que sean demócratas y puedan agregar intereses en lugar de proponer salidas parciales, violentas o autoritarias. Líderes en quienes podamos creer. Pero no los tenemos.