Lee la columna escrita por Carlos Contreras, investigador principal del IEP, en el diario El Comercio ► https://bit.ly/3SzHsHm
No es fácil entender, ni por ello resolver, la crisis política que azota al Perú. ¿Cuándo se inició? ¿Con el fallido golpe de Estado de Pedro Castillo de hace poco más de un año? ¿Desde que Keiko Fujimori no saludó a Pedro Pablo Kuczynski por su victoria por dos décimas en el 2016 y se paró, en cambio, al frente de sus 73 congresistas? ¿Desde la caída del fujimorismo en el 2000? Las lecturas del origen de la crisis pueden ser de lo más variadas. Digamos que, en el corto plazo, el bache tiene que ver con una mandataria con muy baja legitimidad, derivada de varios hechos: era la vicepresidenta de la lista y no su cabeza; es una mujer (de hecho, la primera en asumir la presidencia), lo que, en un país de fuerte tradición machista, debe pasar su factura; ha dejado de gobernar con el partido y el programa con el que fue elegida, y en este país tan dividido, si no estás con dios, estás con el diablo. A ello se suman, por supuesto, las muertes en las movilizaciones que siguieron a la caída de Castillo y la falta de gestos o medidas efectivas para contrarrestar ese tormentoso inicio de su mandato.
En una perspectiva de más largo plazo, la crisis se remonta a que el marco ideológico y de fuerzas políticas que animaron el juego del poder en el país en la segunda mitad del siglo pasado desapareció, sin que haya terminado de ser reemplazado. El Partido Aprista Peruano (APRA), Acción Popular (AP), el Partido Popular Cristiano (PPC) y los diferentes partidos de izquierda representaron con cierta eficacia a un país en el que el voto estaba solo en manos de los alfabetos, la población que terminaba la educación secundaria era una minoría y la población rural, que era la dominante, vivía en haciendas o comunidades apenas comunicadas.
Ese país desapareció en las postrimerías del siglo XX, por obra de la explosión demográfica, las migraciones, la masificación educativa, el gobierno militar, la revolución del transporte y las comunicaciones, y las nuevas ideas sociales. La crisis de los 80, la guerra senderista, las nuevas iglesias y las reformas del fujimorismo forjaron una nueva realidad que alumbró actores inéditos en nuestra historia. El profesional de origen popular, el empresario exitoso surgido desde abajo, el provinciano que sin ser terrateniente llega a altos cargos de la función pública o la mujer dirigente. Con ellos también vieron la luz nuevas formas de negocio y hacer riqueza, no todas católicas ni constructivas.
Los partidos políticos que surgieron para representar a las nuevas criaturas eran como ellos: populares, provincianos, carentes de pureza ideológica y dispuestos a ir más allá de la legalidad si esta se mostraba rígida y obtusa. Sin el origen social, la calidad oratoria, los modales y los principios de los hombres del Perú oligárquico, partidos como Alianza para el Progreso, Fuerza Popular, el Frepap o Perú Libre lucen frente a las agrupaciones políticas del siglo pasado como cholos calatos junto a desnudos griegos. Pero es el costo de la masificación y la democracia, cuando esta se extiende y llega a donde antes no había asomado.
Como los adolescentes que acaban de dar su estirón, las nuevas criaturas no resultan guapas a primera vista. Fueron recibidas con exigencias de definición ideológica y pureza en la conducta por ONG y organizaciones vigilantes de la ética pública en las que se replegaron las personas de mejor educación y a quienes habría tocado dirigir el país si las condiciones del siglo anterior no hubieran cambiado. Fiscalías anticorrupción y rigurosos códigos de conducta los acosaron y debilitaron en las primeras décadas de este siglo y seguramente no todas sobrevivirán. También es cierto que son organizaciones frágiles y personalistas que han sido abordadas y, seguramente en algunos casos, penetradas por intereses delictivos o contrarios al bien común. Como lo señaló alguna vez Julio Cotler, un serio problema de la sociedad peruana consiste en su dificultad para ser representada políticamente. ¿Qué hacemos con las expectativas del transportista informal, del minero o pescador ilegal, del que piratea libros o programas de software? Encarcelarlos no es una opción; ignorar sus actividades tampoco debería serlo. Entonces, ¿qué?
La transición del Perú oligárquico al nuevo Perú ha ocurrido en el marco de una gran polaridad política en el mundo, que entre nosotros se ha expresado en los virtuales empates electorales que hemos tenido en las últimas elecciones presidenciales. A los sectores emergentes tras el colapso de nuestra era desarrollista les cuesta cobrar claridad en sus demandas. De un lado, preferirán un Estado poco regulador, que no se meta en sus negocios ni los jaquee con impuestos; del otro, querrán uno que mejore las carreteras y los servicios públicos, y que reprima la criminalidad. Lo segundo no es posible manteniendo lo primero, pero ¿cómo ponerle el cascabel al gato? Si algo bueno tiene el hecho de que se cumpla el calendario electoral que apunta al 2026 es que hay tiempo para que el debate sobre el país que queremos pueda ser mejor pensado y discutido.