Desde hace años, los politólogos hemos llamado la atención sobre el serio problema de la debilidad de los partidos políticos en el Perú, de la no existencia de un sistema de partidos propiamente dicho, y de las consecuencias negativas que esto implica para nuestra democracia. Es una discusión que arrastramos, por lo menos, desde hace dos décadas, y sobre la que algo importante se avanzó en el período anterior con el debate sobre la reforma política que quedó inconclusa.
En el informe de la Comisión de Reforma Política decíamos que uno de nuestros problemas era tener un número excesivo de partidos, y muy poco representativos. Por ello, propusimos nuevas reglas, más accesibles y realistas, para inscribirse, pero requisitos más exigentes para mantener el registro. Como sabemos, el Congreso disuelto aprobó varios cambios, pero estableció que esas normas no entrarían en vigencia para las elecciones del 2021, y el último Congreso siguió esa línea. De allí que hayamos tenido una elección con 24 listas parlamentarias en competencia, que al final terminaron siendo 18.
Es obvio que el país no tiene 18 propuestas programáticas o ideológicas diferentes, o que tengamos personal político, técnico y cuadros capaces de asumir las responsabilidades que implica la acción política o las responsabilidades de gestión para cubrir 18 opciones diferentes. La proliferación de partidos y su necesidad de “llenar” listas de candidaturas abren la posibilidad para el puro oportunismo; para que diferentes intereses particularistas y corruptos pretendan llegar a las esferas de decisión política. Ahora, Perú Libre tiene una particularidad: el nutrirse de segmentos altamente ideologizados y radicales de la izquierda peruana, que operan en pequeños núcleos sindicales y gremiales. Tienen bases, pero eso no quita su marginalidad y aislamiento. En Junín, tuvieron alguna experiencia de gestión, pero, como se sabe, muy signada por denuncias de corrupción, y prácticas de patronazgo y clientelismo. No olvidemos que Perú Libre postuló a las elecciones parlamentarias extraordinarias de enero del 2020 y obtuvo apenas el 3,4% de los votos válidos.
Así, Perú Libre resulta siendo muy expresivo de su precariedad y de sus características: ampliamente desbordado por la magnitud de la responsabilidad de asumir el gobierno nacional (de allí, la improvisación, las marchas y contramarchas) y marcado también por las presiones por acceder a empleos y nombramientos por parte de los cuadros partidarios. En los últimos años, desde que Ollanta Humala rompió con el núcleo de izquierda con el que ganó la presidencia, se mantuvo cierta tradición de presidentes sin partido (con la excepción parcial de Pedro Pablo Kuczynski, cuya bancada inició con 18 miembros y terminó con su práctica desaparición), que gobernaron recurriendo frecuentemente a técnicos independientes y ascendiendo a funcionarios de menor rango, de modo que ahora parece una novedad ver a un partido buscando ocupar los cargos públicos, sin tener cuadros de calidad suficientes.
Pero lo que le sucede a Perú Libre es un mal endémico de nuestra democracia. Lamentablemente, los partidos representados en el Congreso no están tan lejos de los males que se ven en el Ejecutivo; muchos parlamentarios sin experiencia ni calificación o, peor aún, con antecedentes muy cuestionables, pretenden ocupar presidencias de comisiones o desempeñar vocerías. Y ya vemos, desde ahora mismo, divisiones y transfuguismo en bancadas como la de Renovación Popular.
¿Qué hacer? Deberíamos retomar el debate, continuar y mejorar el camino de la reforma política. Se deben afianzar las reformas aprobadas por los Congresos anteriores; implementar la adecuación a las normas vigentes de los partidos existentes, una tarea ahora facilitada porque hemos pasado de 24 a nueve partidos. Ellos deben ser la base de la reconstrucción de nuestro sistema de representación. El Parlamento tiene la oportunidad de continuar con una lógica de reformas y eventuales cambios constitucionales sobre los que se avanzó de manera importante en los Congresos pasados. No hay que inventar la pólvora. Y el hecho de que el cambio constitucional esté en agenda requiere de una iniciativa parlamentaria en un sentido reformista.