Lee la columna de nuestro investigador principal, Martín Tanaka, escrita para el diario El Comercio ►http://bit.ly/3WzTfoM
Después del inaceptable intento de golpe de Estado de Pedro Castillo, Dina Boluarte pensó que podría asumir la presidencia sin complejos de culpa, a pesar de haber prometido que renunciaría si Castillo era vacado, nada menos que en Juliaca, en diciembre del 2021. Parecía una buena idea evitar una confrontación con el Congreso y confiar en que, con una gestión mínimamente honesta y competente, era posible mejorar de manera importante el gobierno, reducir la conflictividad y tener una transición viable.
Si bien era previsible la ocurrencia de protestas, su tamaño y beligerancia resultaron inesperados. Esto, porque Castillo no es ningún líder carismático, su gestión era desastrosa, los indicios de corrupción en su entorno más cercano eran evidentes y, si bien había intentado construir bases de apoyo, tampoco es que hubiera mostrado particular talento en esta tarea. El asunto es que, desde que ganó las elecciones, Castillo sufrió constantes ataques de una oposición de derecha extremista que empezó por desconocer los resultados electorales y que luego buscó explícitamente cualquier excusa para declarar su vacancia de la presidencia. Esto terminó dejando al presidente como la víctima de una derecha que nunca lo aceptó y que no lo dejaba gobernar. Así, a ojos de un grupo importante de la ciudadanía, especialmente en las regiones del sur, la vacancia que buscaba la derecha se había consumado y Boluarte había traicionado su palabra, por lo que su renuncia se convirtió en la bandera de lucha central.
Lo que correspondía entonces era desarrollar una amplia política de comunicación, persuasión y búsqueda de diálogo para enfrentar las protestas. En vez de ello, el Consejo de Ministros de Pedro Angulo siguió un discurso confrontacional y simplificador, en el que quienes protestaban eran manipulados por “agitadores” y actores con intereses oscuros. Peor aún, se encargó a las fuerzas policiales y armadas el restablecimiento del orden sin una conducción política clara, dejando el lamentable saldo de más de 20 fallecidos en los enfrentamientos. La Presidencia del Consejo de Ministros con Alberto Otárola, al inicio, pareció insinuar un intento de corrección; reforzar la acción política y comunicativa, la búsqueda de canales de diálogo y la promesa de verdad, justicia y reparación para los familiares de las víctimas. Lamentablemente, lo que se terminó revelando es que Otárola encarna aún más orgánicamente la visión confrontacional y simplificadora de Angulo. Este camino exacerbó la nueva ola de protestas de enero, que ha dejado un saldo de 40 muertos más.
Ciertamente, los altos niveles de violencia, injustificables, en algunos momentos y por parte de algunos sectores en medio de las protestas revelan la existencia de fuerzas interesadas en agudizar los conflictos, desprestigiar la respuesta estatal y capitalizar políticamente el descontento. Esos sectores deben ser reprimidos y aislados. Pero mirar la protesta como consecuencia de la acción de agitadores y responder con represión indiscriminada solo ayuda a hacer más creíble la retórica de estos.
La movilización en pos de la “toma de Lima” del pasado jueves fue una expresión de confrontación pura. Quienes se movilizaban buscaban la renuncia de Boluarte y también lograr una victoria política, y desde el Gobierno y la derecha la consigna era resistir y evitar lo que podría resultar una “derrota estratégica”. Al terminar el día, en tanto las protestas no fueron tan contundentes como las de noviembre del 2020, se abría una mínima oportunidad para generar espacios para la negociación y el establecimiento de una agenda de transición.
Lamentablemente, iniciativas como la inaceptable intervención en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos sugieren que el Gobierno, más bien, considera que de lo que se trata es de recuperar la iniciativa con un esquema autoritario, de amedrentamiento. Solo queda esperar que la evidencia de que se trató de una iniciativa absolutamente fallida lleve a quienes toman decisiones en el Gobierno a entender que ese camino no hace sino acelerar su aislamiento, su pérdida de legitimidad, y fortalecer a la oposición más radical.