Lee la columna de nuestro investigador principal, Martín Tanaka, escrita para el diario El Comercio ►http://bit.ly/3EgvOtP
La semana pasada comentaba sobre los problemas de representación política que padece nuestro país, gran problema que subyace en los altos niveles de desaprobación tanto del Ejecutivo como del Congreso, y a la sensación de que estaríamos “atrapados” en una situación en la que no nos gusta lo que tenemos, pero tampoco nos entusiasma lo que podría venir.
Decía que, hasta hace no mucho, buena parte de los electores identificados con posiciones de derecha podrían haberse sentido representados en proyectos como los de Unidad Nacional del 2006, Alianza por el Gran Cambio del 2011 o Peruanos por el Kambio del 2016. Un desafío importante era definir la relación de este sector con el fujimorismo: ¿convergían en un programa económico promercado, pero divergían por un modelo político más liberal e institucionalista de un lado, y más populista y autoritario del otro? El tema es que desde el 2016 el conjunto de la derecha y el fujimorismo se radicalizaron y convergieron en discursos más conservadores, populistas y antisistema. Esta oferta se acercó a sectores más ideologizados del espectro político, pero perdió capacidad de convocatoria.
En la izquierda, la alianza Gana Perú liderada por Ollanta Humala en el 2011 y el Frente Amplio del 2016 fueron experiencias que podrían haber sido puntos de partida para consolidar referentes más sólidos, pero dejaron como saldo el aumento de los conflictos y divisiones tradicionales en la izquierda, al punto de ahondar la frontera entre una izquierda con propuestas más en sintonía con otras izquierdas latinoamericanas, pero percibida como elitista y sin enraizamiento social, y otra más anclada al mundo provinciano y de organizaciones sociales, pero sin capacidad de propuesta y de gobierno efectivo.
Y propuestas que podrían haber intentado ocupar espacios en el centro terminaron escorando claramente hacia la derecha, como el Apra o el fujimorismo, y otras se dividieron en facciones de derecha y de izquierda, como Acción Popular (AP).
Una consecuencia del debilitamiento de los partidos en la derecha, el centro y la izquierda es el quiebre de lo que Julio Cotler llamó los vértices de los triángulos políticos que relacionaban a las élites limeñas con las redes regionales de poder. Los partidos de izquierda, partidos como el Apra y AP, y luego el fujimorismo, funcionaban también como tejidos de redes nacionales, con operadores que articulaban esos intereses, pero que también los ponían al servicio de los partidos.
Políticos como Ramiro Prialé en el Apra o Javier Alva Orlandini en AP, por poner un par de ejemplos, eran bastante conocidos por destacar en el cumplimiento de esas funciones. Al mismo tiempo que se debilitaban los operadores partidarios, como consecuencia inesperada del crecimiento económico sin fortalecimiento institucional que tuvimos entre el 2002 y el 2013, se desarrollaron en el país nuevos intereses económicos, formales e informales, legales e ilegales, muy personalistas y particularistas, que al crecer requirieron vincularse con el poder político, pero sin necesidad de relacionarse con los antiguos mediadores partidarios. Esos intereses predominan en parte importante de los gobiernos municipales, en distritos y provincias, y llegaron después a las regiones, tanto a la representación parlamentaria como a las gobernaturas.
Políticos con base regional tan diversos como César Acuña, Yehude Simon, César Villanueva o Martín Vizcarra requirieron, cada uno en su momento y a su manera, relacionarse y negociar con las élites limeñas para desarrollar sus carreras políticas. La novedad de liderazgos como los de Pedro Castillo o Vladimir Cerrón es que sienten que no necesitan hacerlo. Pero ellos son apenas la muestra de una nueva generación de políticos que perciben que existen otros caminos que no pasan por las élites sociales, políticas, económicas, académicas o tradicionales. El tema es que ellos no necesariamente están pensando en proyectos nacionales, sino en desarrollar carreras e intereses más bien particularistas, segmentados.
Una reforma política de fondo debe también propiciar la articulación de propuestas políticas con anclaje en todo el territorio, pero alrededor de proyectos nacionales, no como plataformas de intereses particulares.