Lee la columna de María Isabel Remy, investigadora principal del IEP, escrita para el Diario el Comercio► https://bit.ly/3qaPic9
La regionalización es absolutamente necesaria, dadas no solo la diversidad geográfica y de recursos de nuestro territorio, sino también las graves diferencias en calidad de la presencia del Estado, en la diversidad de dinámicas de poblamiento, de densidad de mercados, de constelación de actores sociales, de culturas, etc. La regionalización debe permitir elaborar políticas y prioridades que potencien los recursos regionales específicos y las iniciativas de sus actores. Políticamente, además, permite que los actores regionales accedan a decisores en procesos de diálogo; mientras al nivel nacional solo llegan grandes empresas o conflictos sociales. Prácticamente todas nuestras Constituciones normaron la creación de niveles de gobierno intermedios, aunque en el siglo XX, con autoritarismos civiles y militares, estas fueron letra muerta, salvo el corto período entre 1989 y 1993 en el que, junto con el Congreso, los Gobiernos Regionales fueron clausurados
Hace 20 años, en el 2001, se inició nuevamente un proceso de regionalización, pero de manera apresurada e irresponsable. La constitución de gobiernos con competencias específicas y descentralización fiscal giraba en torno a la articulación de departamentos en regiones ante la constatación de que departamentos pequeños, con escaso aporte al PBI y débiles recursos profesionales, no sustentaban el gobierno. Esta articulación se realizaría por referéndum, pero nadie previó qué hacer una vez que los referéndums fracasaron. Así, gobiernos regionales en departamentos recibieron en el 2007 un “shock” de competencias sin recursos ni capacidades institucionales para desarrollarlas, y sin un acompañamiento del nivel nacional.
Hoy tenemos gobiernos regionales que no generan políticas o estrategias de desarrollo: cómo apoyar, por ejemplo, la productividad de sus agricultores o proteger los bosques de la deforestación, potenciar su sector de servicios al turismo o impulsar la industrialización local y proteger sus cuencas de la contaminación; o cómo lograr que poblaciones rurales tengan educación secundaria de alto nivel. En lugar de ello, son oficinas de distribución de planillas y unidades de gasto: tienen (y reclaman) dinero para obras; es decir, para entregar a empresas en contratos de dudosa claridad. Obras que no obedecen a prioridades ni planes de acondicionamiento territorial. En ese contexto, cada vez son más los gobernadores con procesos judiciales por apropiarse del dinero de sus pueblos que salen elegidos en unas elecciones regionales disputadas entre 15 o 20 candidatos: una especie de Tinka cada cuatro años, con un premio mayor de muchos millones.
Hay mucho por corregir. En lo inmediato, impulsar planes de acondicionamiento territorial que ordenen las prioridades de inversión, así como implementar modelos de provisión de servicios públicos regionales y locales que establezcan quién está a cargo de qué y cómo se financia, de manera que se pueda garantizar que las inversiones son realmente las necesarias y que los servicios se entregan a las y los ciudadanos. Algunas medidas como el control ex-ante por parte de la contraloría y la revisión de la lógica del canon ayudarían a frenar el desorden y la corrupción que desprestigian al nivel regional de gobierno.