Lee la columna de nuestro investigador principal, Martín Tanaka, escrita para el diario El Comercio ► https://bit.ly/3iSwTAJ
Un país con instituciones frágiles, sin partidos que estructuren el sistema político, con políticos inexpertos, algunos oportunistas y otros excesivamente ideologizados (a la derecha y a la izquierda), que no representan de manera efectiva a una ciudadanía con altos niveles de movilización, pero fragmentada y sin liderazgos legitimados. Un país atravesado por la desconfianza y un generalizado sentido común antipolítico resulta difícilmente predecible y su dinámica depende en gran medida de las acciones y omisiones, de los aciertos y errores de los actores en el poder que pueden dar lugar a giros radicales y desenlaces inesperados.
Al inicio del miércoles 7, parecía que la oposición al entonces presidente Pedro Castillo no conseguiría los votos suficientes para declarar su vacancia de la presidencia; y que, de darse esta, Castillo podía denunciar la arbitrariedad del Congreso, el irrespeto a los llamados al diálogo de la Comisión de Alto Nivel de la OEA y continuar con su retórica de ser la víctima de un golpe parlamentario. Sin embargo, optó él mismo por perpetrar el golpe que denunciaba, sin contar con ningún respaldo legal o institucional, y terminó en el fracaso. Frente al desconcierto que genera la irracionalidad de Castillo, habría que recordar decisiones igual de irracionales, como las tomadas por Kuczynski con el fracasado indulto a Alberto Fujimori o el viaje de este último a Chile abandonando su refugio en Japón. Las conductas autodestructivas no son poco frecuentes en nuestra política.
Vacado Castillo por haber intentado un golpe de Estado flagrante, se dio la sucesión constitucional y la vicepresidenta Dina Boluarte asumió el poder. Si bien sabíamos que la encuesta de noviembre del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) mostraba que en el escenario de una inhabilitación del presidente un 87% señalaba que debíamos tener elecciones generales, era claro que el Congreso no estaría dispuesto a implementar la reforma constitucional necesaria para hacerlo posible. Lo que cambió rápidamente el escenario ha sido la protesta en contra del Congreso y el pedido de elecciones generales inmediatas. Sabíamos que la encuesta citada registraba una aprobación del 31% para Castillo, y que ella subía hasta un 40% en el sur y hasta un 43% en el oriente del país; mientras que la aprobación del Congreso llegaba apenas al 10%. No sabíamos si la manera en que se dieron las cosas activaría una ola de protestas, cosa que empezó a revelarse a lo largo del fin de semana. Una respuesta tardía del nuevo gobierno, poco política y excesivamente represiva, basada en visiones conspirativas, no hizo sino atizar las protestas, que lamentablemente han dejado hasta el momento de escribir estas líneas siete fallecidos. En ellas, además, no existe una conducción clara o un programa políticamente viable, sino que expresan un sentido antipolítico, radical y antisistema muy profundo en el que se entremezclan sentimientos genuinos de indignación de la ciudadanía con las agendas oportunistas de algunos cuantos. Todo lo cual hace extremadamente difícil plantear una agenda de diálogo para encauzar institucionalmente los conflictos.
La respuesta de la presidenta Boluarte ha sido plantearle al Congreso una reforma constitucional para recortar los mandatos originados en el 2021 y tener elecciones generales en abril del 2024. Aparentemente, los núcleos de manifestantes en las calles insistirán en una agenda de elecciones inmediatas; un planteamiento bastante reactivo, poco viable (pues asume que el Congreso implementará voluntariamente una reforma constitucional exprés) y políticamente contraproducente (ya que se trataría de un proceso vulnerable a objeciones, impugnaciones, y no permitiría implementar ninguna reforma que intente ayudar a romper el ciclo de inestabilidad iniciado en el 2016).
El drama es que estamos en la actualidad en una suerte de momento pre-hobbesiano: la pura confrontación. En un lado, un sector radicalizado presiona para imponer una salida inviable legal y constitucionalmente con crecientes niveles de violencia; en el otro, un gobierno débil y sin legitimidad sustantiva intenta reestablecer el orden público proponiendo un camino de salida sin dar mayores explicaciones, sin intentar convencer a la ciudadanía, mientras el poder que debería actuar e implementar la salida, el Congreso, aparece impasible en medio del descalabro.