Lee la columna de nuestro investigador principal, Martín Tanaka , escrita para el diario El Comercio ► https://bit.ly/3J8bHhD
El Perú es uno de los países con mayores niveles de conflictividad y protestas en las Américas. Según datos del Barómetro de las Américas (Lapop), Bolivia, el Perú y Argentina son los tres países con mayor participación en protestas públicas en el período 2018-2019. En nuestro país, un 14,3% de los encuestados declara haber participado en alguna manifestación o protesta pública en ese período. Estamos habituados a que cada mes la Defensoría del Pueblo nos presente su reporte mensual de conflictos sociales. Y, sin embargo, lo ocurrido en el país en los últimos días sorprende y parece mostrar elementos que, aunque no son inéditos, sí son indicativos de una nueva dinámica en ciernes.
En la década de los años 80, teníamos una dinámica de protestas marcadas por paros y huelgas, expresivas de una época con mayores niveles de empleo formal, sindicalización y la existencia de gremios medianamente representativos. La CGTP o la CCP eran referentes frente a los que los diferentes gobiernos debían sentarse a negociar tanto demandas asociadas a aumentos salariales y condiciones laborales, como también políticas generales y sectoriales de gobierno. A finales de esa década y en la siguiente, el mundo gremial organizado fue pulverizado en medio de la violencia política, la hiperinflación y las políticas de ajuste. La primera década de los años 90 estuvo marcada por un claro reflujo en la dinámica de la conflictividad. En la segunda, volvió un dinamismo importante, pero muy marcado por controversias de corte político, de rechazo a prácticas autoritarias y al intento de segunda reelección del presidente Alberto Fujimori.
En los primeros años del nuevo siglo, con la reinstitucionalización democrática, diferentes reivindicaciones laborales acosaron al presidente Alejandro Toledo. Conforme el ‘boom’ en el precio de las materias primas posibilitaba una expansión de actividades mineras, los conflictos ambientales empezaron a ser los más frecuentes y notorios políticamente. El terrorismo, el desempleo, la pobreza y el alza de los precios empezaron a decaer como las preocupaciones centrales de los peruanos y empezaron a ser sustituidas por la corrupción y la inseguridad ciudadana. La primera expresa la desconfianza y el rechazo que generan las autoridades políticas en general; la segunda, el deterioro de la convivencia social y la extensión de prácticas que podríamos considerar como anómicas.
Hasta no hace mucho, este parecía ser el panorama. Hace unas semanas, la minera Las Bambas y el corredor minero parecían ser el conflicto más urgente y complicado. Y en cuanto a las preocupaciones de los ciudadanos, hace unos meses la corrupción y la emergencia sanitaria concentraban nuestra preocupación. Pero algunas tendencias de fondo han estado cambiando. La economía ya no crece como antes y la pandemia ha golpeado fuertemente a las familias. Además, cambios en el entorno internacional y el deterioro de nuestro orden institucional están generando el encarecimiento del crédito y la subida de precios que golpean directamente productos de consumo masivo, lo que ha vuelto a poner en el centro de las preocupaciones al empleo y al costo de vida, como no ocurría desde hace más de 25 años. Sin embargo, la diferencia es que ahora tenemos un mundo popular fragmentado, con menores niveles de organización y politización, en el mejor sentido del término, y muy permeado por prácticas informales y violentas.
Todo esto, además, le ha tocado a un Gobierno con muy precarias capacidades de respuesta, que ni siquiera contó para enfrentar esta crisis con una Secretaría de Gestión Social y Diálogo mínimamente operativa. A un Ejecutivo, además, que ha marcado un punto de inflexión en el debilitamiento del Ministerio de Economía y Finanzas como entidad clave en las decisiones de gobierno, que ha tenido que hacer concesiones ante los sectores que protestan y ante alas más populistas del Consejo de Ministros expresadas en exoneraciones de impuestos que abandonan la lógica ortodoxa de los subsidios focalizados. El problema es que, sin un mejor manejo político, esto tampoco será suficiente, debido a que un Gobierno sin norte y concesivo alimenta el maximalismo reivindicativo.