En los últimos años, se ha observado cómo el Congreso peruano se ha convertido en un poder que avanza en sus iniciativas sin considerar la opinión de la población. No es casual que las encuestas del IEP revelen que 9 de cada 10 peruanos desaprueban el desempeño del Parlamento durante casi 24 meses consecutivos. Además, la última encuesta señala que más del 50% de los encuestados no se siente representado por los congresistas de su región, lo que evidencia una desconexión profunda entre el Congreso y la ciudadanía. Estas cifras no han impedido que las bancadas encuentren formas de organizarse, no para impulsar grandes reformas o fortalecer las instituciones, sino para proteger intereses particulares, incluso de carácter cuestionable o delictivo.
Cuando el Estado desoye a la población, las protestas suelen convertirse en el mecanismo principal para visibilizar las demandas sociales. Por eso no es extraño que 8 de cada 10 peruanos consideren necesarias las movilizaciones como herramienta de expresión ciudadana. Sin embargo, cuando un Congreso tan desprestigiado sanciona leyes que afectan de manera recurrente el bienestar de la gente, se genera una suerte de paradoja: la población apoya las protestas, pero pocos se movilizan. Es, en esencia, solo un apoyo moral. Aunque una mayoría respalda el papel de los manifestantes y sus demandas, apenas el 17% de las personas salió a las calles en el último año. La desconexión no es solo entre el Congreso y la población, sino también entre los propios ciudadanos. En este contexto, el Congreso tiene el camino despejado.