Lee la columna de Cecilia Blondet, investigadora principal del IEP, para el diario La República ► https://bit.ly/3fq2D9n
La situación del país ante el avance del Covid es crítica. Hoy más que nunca se necesita la capacidad ejecutiva, el conocimiento y experiencia adquirida de empresas y colectivos sociales para llegar con alimentos a la población más pobre y vulnerable. El Presidente Vizcarra mencionó recientemente la reactivación de los comedores populares como una de las posibles alternativas.
En las guerras, las catástrofes y en general, en los episodios de crisis sociales y económicas, las mujeres han sido un recurso importante para alimentar y darle seguridad a una población vulnerable, empobrecida. Haciendo un poco de historia, los comedores populares fueron creación de las mujeres pobladoras de los barrios de Lima ante la crisis de fines de los años 1970, que tenían como antecedentes dos experiencias de la vida popular. Una, fueron las ollas comunes que organizaban las esposas de obreros, campesinos y maestros en los paros y huelgas sindicales. Y otra, los clubes de madres organizados por las iglesias protestantes y católica que reunieron a las mujeres en los recién fundados pueblos jóvenes o en comunidades campesinas a cambio de alimentos y sesiones de catequesis y alfabetización.
En 1980 e inicios de los 90, la organización de comedores populares fue una reacción frente a la crisis económica. Promovidos bajo distintas banderas políticas, sociales o confesionales, grupos de 15 a 20 mujeres se reunieron para comprar víveres, cocinar juntas y apoyar los casos sociales–ancianos y niños desamparados o enfermos– de sus barrios. Surgieron así las cocinas de Violeta, los comedores del gobierno aprista y los comedores autogestionarios impulsados por católicas progresistas y feministas. El trabajo voluntario de las mujeres fue un aporte clave.
Las organizaciones por la subsistencia se multiplicaron llegando a ser verdaderas escuelas de formación ciudadana para miles de mujeres migrantes. En la práctica, los comedores fueron el motivo para salir de su casa y aprender oficios, relacionarse con las autoridades al mismo tiempo que contribuían a aliviar el hambre de sus familias con la cocina colectiva. Llegaron a ser un motor en la vida del barrio. Por eso Fujimori las convocó para cocinar y distribuir alimentos cuando aplicó el “fujishock”. Y por eso también los senderistas mataron a reconocidas dirigentas de comedores al advertir que las mujeres organizadas eran un impedimento para su estrategia de captura del Estado.
A la vuelta del siglo la situación es otra. Hoy existen programas sociales técnicamente focalizados, los comedores han ido perdiendo vigencia al ritmo de consolidación de los barrios y sus gestoras no han sido reemplazadas por una nueva generación de dirigencia comunal femenina.
No obstante, en la coyuntura actual es necesario recuperar la experiencia de la olla común, del comedor popular y de las organizaciones vecinales y, sin pretender reeditarlos, sumarlas a las nuevas iniciativas que están surgiendo, como es el caso del Banco de Alimentos, entre otras, para reforzar, en el corto plazo, la cruzada contra el hambre en favor de los que tienen hambre.