Lee la columna de Paolo Sosa, investigador afiliado del IEP, escrita para el diario El Comercio►https://bit.ly/3zcvR6s
Cada cinco años, nuestro mapa electoral muestra el mismo disloque territorial. Cada tanto, las televisoras nos ofrecen un rosario de rostros compungidos, tonos fúnebres y una frase conocida: “es un voto de protesta”. Analistas y empresarios improvisan las mismas recetas para explicar este descontento ciudadano: necesitamos comunicar mejor los beneficios del modelo, el Estado tiene que redistribuir. Cada cinco años: lo mismo.
Algunos dirán que es un avance. Antaño, nuestros ilustres analistas se despachaban hablando del “electarado”, esparciendo clasismo y racismo sin empacho. Parece un avance, pero no lo es tanto. Detrás del “voto de protesta” se esconde el mismo origen discriminatorio, aunque de forma condescendiente. Un voto de protesta implica puro hartazgo, canalizado reactivamente; contra algo y no a favor de otra cosa. Pero, además, eso de “protesta” denota una demanda pasiva, cuando no es asumido como irracional.
¿Existe el voto de protesta? Sí. Por ejemplo, elegir a Susy Díaz como congresista en 1995. Sin ofender a la exparlamentaria, ese voto está pensado como una forma de castigo a la élite política: nadie merece mi voto y se lo doy a quien considero que pone en ridículo a todos estos “patricios” que se han olvidado de que el oficio de la política es el de la representación. Eso no es lo que vemos en el voto masivo y sistemático en el sur y centro del país por opciones distintas a las preferidas en la capital.
Sí, hay mucho de rechazo. Es anti-establishment, anti-centralista/limeño, y anti-fujimorista. Pero, también hay un conjunto de demandas que se alinean en plataformas de inclusión social y, fundamentalmente, política. Demandas que pueden ser rastreadas en la historia larga y reciente, desde necesidades estructurales hasta la deshonra por la traición humalista. Por lo mismo, no se trata solamente de repartir cosas y llenar barrigas, como entendió Keiko Fujimori –siguiendo la receta paterna–, intentando minar votos en estas zonas prometiendo hasta lo imposible. No, se necesita representar, incorporar políticamente.
Hoy es Pedro Castillo quien ha logrado representar muy bien a ese electorado. Sus mítines masivos son prueba de ello. Castillo tiene el capital inicial: “es como yo”, responden quienes votan por él. Pero esa representación directa, también tiene otros componentes. Su retórica de renovación constitucional se ha vuelto un atajo cognitivo para conectar con los deseos frustrados de esta población. Su negativa a “moderarse” es garantía de honor y respeto por los compromisos.
Esto no puede reducirse al “modelo” en abstracto, sino a la suma de demandas que hoy, en medio de la tragedia social más importante de la historia peruana, son todavía más urgentes. Hoy no solo enfrentamos una crisis económica sino, sobre todo, existencial. Y esto no es, como se entiende desde Lima, “incluir al resto”, sino achicar las brechas que nos separan en este país tan diverso.
Quizás por ello, y porque la polarización nos ha puesto al país de cabeza, ya es momento de enfrentar seriamente el reto que significa materializar dicha inclusión más allá de si Castillo termina ganando o no la elección. Si lo hace, quienes le apoyaron deben asegurarse de que su prioridad sea cumplir con las expectativas inclusivas antes de perder el tiempo en demagógicas propuestas exclusivas. Y esto implica a la oposición.
Durante la segunda vuelta, Fujimori ha pedido una segunda oportunidad, jurando su compromiso democrático. Gane o pierda, tiene que honrar esa palabra. Su responsabilidad, y la de sus aliados, debe ir más allá de no petardear al gobierno; tiene que contribuir activamente al éxito de agenda de inclusión. Porque la ruta de la desestabilización es fácil, pero peligrosa. La única forma de evitar “convertirnos en Venezuela” es asegurarnos que este gobierno renueve, en pleno bicentenario, la esperanza de los peruanos desde la vía democrática.