[CRÍTICA Y DEBATES] “Injusticia para ellas: reflexiones sobre la violencia de género en el país”, por Trilce Escurra

“No teníamos una relación, pero yo la quería para mí”, fueron las palabras de Yeison Lucano Leiva, a quien dictaron prisión preventiva por tentativa de feminicidio a partir del intento de violación sexual que cometió contra su sobrina, una niña, en Ucayali. Este discurso no es nuevo, han sido (y continúan siendo) múltiples los casos de violencia de género en los que la lógica de los agresores se expresa de esta manera. Las mujeres y cuerpos feminizados en el país viven en una constante vulneración de sus derechos como parte de un conjunto de dinámicas que normalizan el escenario en el que se encuentran.

En el Perú, como en la mayoría de los países, las estructuras políticas y sociales construidas responden a una estructura mucho más grande y transversal: el patriarcado. Esta estructura sociopolítica efectúa un sistema de dominación masculina que, a partir de la carga de poder a la categoría “género” y la división binaria de este, impone formas de organización social en las que los hombres cisgénero concentran el poder de las instituciones sociales para subordinar y oprimir a las mujeres sobre la base de determinados roles basados en estereotipos de género construidos y asignados, así como también a otros hombres por razones de clase, raza, entre otras. Los altos niveles de violencia hacia las mujeres parten de un imaginario colectivo impuesto y socializado por y desde esta estructura. Esta genera condiciones para la constancia del poder social estructural masculino, manteniendo complejas las relaciones sociales de poder en las sociedades.

Hasta el 12 de abril, el MIMP[1] reportó 51 casos de feminicidio en el país. “Quisiéramos que las jóvenes elijan bien con quién estar”, fue la respuesta de la ministra de la mujer ante el fallecimiento de Katherine Gómez. Frases como estas, propiciadas por funcionarios públicos o por la sociedad civil, revictimizan a las denunciantes, deslegitiman la experiencia vivida y vuelven aún más doloroso el proceso que atraviesan. Muchas veces, al ser estrepitoso el camino de búsqueda de justicia, surge la interrogante: ¿por qué buscar justicia en sistemas pensados desde el patriarcado e injustos para las mujeres? Resulta pertinente revisar el concepto de injusticia epistémica, planteado por Miranda Fricker (2017),[2] para desarrollar el tema. Este tipo de injusticia se expresa en el descrédito del testimonio, conocimiento o reclamo de determinados grupos sociales tradicionalmente oprimidos, lo que invalida la experiencia vivida. Dentro de esta, Fricker plantea un tipo de injusticia, la testimonial; podemos entenderla como una expresión del poder que tienen las instituciones y agentes institucionales para devaluar sistemáticamente el testimonio de las agredidas y así justificar a los victimarios, lo que destruye el derecho de las víctimas a contar su verdad. Sin alcanzar justicia epistémica no se podría alcanzar la justicia en el ámbito legal.

Solo entre enero y febrero de 2023, los CEM (Centro de Emergencia Mujer), a escala nacional, han reportado la atención de 4015 casos de violencia sexual a niñas, mujeres y personas de la comunidad LGBTIQ+, de los cuales 68,8% fueron de víctimas de entre los 0 y 17 años según los datos del Programa Nacional Aurora.[3] Tomando en cuenta este grado de violencia, desde hace unos años diversos grupos feministas vienen sosteniendo la frase “Perú, país de violadores” para visibilizar la problemática de la cultura de la violación. Al ser directa en su mensaje, esta frase y quienes la acuñan han sido tildadas de exageradas y poco pertinentes apelando a la no generalización; sin embargo, esta deriva del cuestionamiento a la hegemonía de la cultura de la violación en el país como figura de socialización que legitima la transgresión y vulneración masiva y sistemática de los límites interpersonales y sexuales de las mujeres y cuerpos feminizados. De tal manera, se trata de una expresión tangible de la dominación masculina, en tanto configura las dinámicas de la sociedad y el Estado en torno al fenómeno de la violación y el desempeño en la atención a las víctimas y victimarios de ello.

Dicha cultura es reproducida en primera instancia desde la familia nuclear como primer espacio de socialización, en donde los roles y estereotipos de género denotan las asimetrías de poder en torno del género en sus dinámicas y tienden a normalizar conductas de violencia. Estas son reforzadas posteriormente en otros espacios como la escuela. En este punto el Estado cobra clara influencia sobre la reproducción de estas narrativas y conductas transgresoras en tanto son los responsables de la formulación y supervisión de los lineamientos del currículo escolar y su correcto desarrollo; currículo que hasta 2016 no contaba con enfoque de género. Considerando el conservadurismo dentro de los espacios de dirección y decisión pública, esta tendencia cobra aún más peso. Otra forma de socialización permanente y de gran impacto es la construcción de narrativas e imaginarios simbólicos de naturalización y reproducción de principios patriarcales desde los medios de comunicación.

Cabe resaltar que no todos los agentes masculinos cuentan con el mismo tipo o intensidad de poder, pues hay factores como la clase social, por ejemplo, que lo limitan. Aun así, las mujeres son quienes terminan subordinadas a la concentración de poder social masculino mediante mecanismos de violencia activa y pasiva En pocas palabras, el ejercicio del poder, en sus diversas dimensiones, tiene un componente patriarcal. Por lo tanto, al hablar de un país de violadores se indica una generalización de esta cultura, no necesariamente de la acción en sí. Estas prácticas apuntan a una normalización de la violencia género y la reproducción de la injusticia hacia las mujeres violentadas.

Como se ha venido observando, la injusticia proviene también desde la esfera estatal, pues esta se sostiene junto con las dinámicas sociales ya mencionadas para (in)accionar frente a la problemática. El Estado tiene funciones claras en torno a la protección de todos sus ciudadanos y ciudadanas. Bajo esta premisa, parecería que las mujeres no caben dentro de los marcos de ciudadanía, dado que el tratamiento de sus derechos se ve minimizado por normativas sociales y dinámicas estatales. En este sentido, dentro del Estado se mantienen precedentes patriarcales, dinámicas y constructos sociales y políticos en los espacios burocratizados, los cuales afectan los niveles de coordinación pública relacionados a la violencia de género. Las mujeres son despojadas de sus derechos y capacidades racionales en la medida que son invalidadas como denunciantes de su propia experiencia en situaciones de violencia. Cada una proviene de un contexto diferente de vivencia, por lo tanto, es necesario atender las particularidades de las situaciones y actuar en consecuencia. A pesar de ello, el Estado y muchas de sus instituciones, sobre todo las responsables de la primera respuesta de atención a las víctimas, continúan brindando sus servicios indistintamente de las características individuales, lo que da paso a la aplicación de discursos y prácticas revictimizantes e invalidantes.

El funcionamiento de la sociedad, tal y como lo experimentamos, incluidas las vulneraciones y opresiones, es resultado de la normalización de conductas que vulneran la existencia de las mujeres. La constante postergación de la agenda de derechos de las mujeres bajo el funcionamiento del sistema social y político vigente es una realidad que constantemente nos recuerda la opresión de este sistema y sus agentes sobre mujeres y cuerpos feminizados. Las jerarquías que sostienen privilegios para el conjunto masculino de poder son visibles incluso a pesar del impulso de políticas o reformas en el ámbito público para reducir las brechas y vulneraciones por razones de género.

Intentando responder a la pregunta de por qué buscar justicia en estos sistemas, podemos asomarnos a una respuesta partiendo del reconocimiento de la lucha de muchas mujeres y familias que aún reclaman justicia desde las calles y también por las vías legales. Cambiar un sistema legitimado por estructuras de tanto peso implica un largo recorrido que atravesar, pero mientras tanto es posible alzar las voces de reclamo y generar organización social para mejorar las condiciones en las que las mujeres y cuerpos feminizados viven día a día. Nos corresponde involucrarnos activamente desde nuestras posiciones en la búsqueda de una vida digna y segura para las niñas y mujeres, sin olvidar a quienes siguen desaparecidas y a quienes les fue arrebatada la vida: Katherine Gómez, Xiomara Huallparimachi, Karina Clemente Lastra, Yoni Taipe Turpo, Carolina Bazalar Escalante, Solsiret Rodríguez, Shirley Villanueva, Ruby Ferrer, Priscilla Aguado, Gina Rodríguez, Claudia Vera, Eyvi Agreda, Sheyla Torres, Susana Silguera Anguiz, Estefany Díaz Acosta y muchas más.

 

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[1] Véase https://twitter.com/MimpPeru/status/1646316929605423104?s=20

[2] Miranda Fricker (2017). Injusticia epistémica. El poder y la ética del conocimiento. Lima: Herder.

[3] Véase https://portalestadistico.aurora.gob.pe/formas-de-la-violencia-2023/