Lee la columna de Martín Tanaka, investigador principal del IEP, escrita para el diario El Comercio. ► https://bit.ly/3onwQO7
(Ilustración: Giovanni Tazza)
Según la encuesta de América TV-Ipsos del mes de setiembre, un 80% de los encuestados declara considerar a Abimael Guzmán como “un genocida/un terrorista”, pero hay también un 10% que lo considera “un líder político/un ideólogo”. Este último porcentaje sube hasta un 13% en el interior del país, mientras que se reduce a un 5% en Lima. Tomando en cuenta que el extremismo de izquierda suele considerar, desde concepciones “vanguardistas”, que “basta una chispa para incendiar una pradera”, estos porcentajes de respuesta lucen preocupantemente altos. En la encuesta del IEP de setiembre, se registra que un muy alto 46% de encuestados considera que “hechos de violencia como los que vivió el Perú entre 1980 y el 2000 pueden volver a ocurrir”. Si bien esta preocupación es más alta en Lima (el porcentaje sube hasta el 57% en Lima Metropolitana, mientras que llega al 32% en el Perú rural), y en el sector socioeconómico más alto (en el sector A llega hasta el 59%, mientras que en el D/E llega al 40%), los porcentajes lucen nuevamente preocupantemente altos en todos los sectores. En Lima y en los sectores altos el riesgo se ve desproporcionadamente alto, pero en el mundo de los más pobres la preocupación es también muy significativa.
¿Por qué se piensa que los hechos de violencia podrían volver a ocurrir? En el 2006 el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP (IDEHPUCP) aplicó una encuesta sobre estos temas y, ante la pregunta “¿cuál diría que fue la razón principal que explica que la violencia haya surgido?”, se encontró que “la pobreza”, “la incapacidad del Estado para atender las demandas de la población” y “los abusos e injusticias que sufría la población” eran las respuestas más frecuentes, muy por encima de respuestas como “la decisión de Sendero Luminoso de iniciar una guerra” o “las ideas políticas de los senderistas”. En tanto este tipo de concepciones sigan predominando, no es sorpresivo que se considere que los hechos de violencia podrían volver a ocurrir. Ciertamente, de la pobreza, la incapacidad del Estado o los abusos e injusticias no tiene por qué deducirse una respuesta violenta como la que sufrimos los peruanos en el pasado; de ella se deducen la necesidad de organizarse, de movilizarse, de protestar, de generar alternativas, proyectos y propuestas. Sabemos también que la violencia genera más violencia y que, más bien, nos aleja de la solución de los problemas que pretendíamos enfrentar; sin embargo, parece que en la cultura política de un número importante de peruanos se considera que la violencia constituye un camino posible para muchos.
La opción de la violencia se alimenta en parte de la percepción de la incapacidad de los mecanismos institucionales para resolver problemas. Es útil recordar que Ipsos presentó este año los resultados de una encuesta aplicada en 25 países sobre las fracturas del sistema político, en donde los peruanos aparecemos con los más altos niveles de acuerdo con afirmaciones como “la economía está manipulada para favorecer a los ricos y poderosos” (junto a Corea del Sur, Colombia y Hungría), “a los políticos y a los partidos tradicionales no les importan personas como yo”, “los políticos siempre encontrarán formas para proteger sus privilegios” y “los expertos en este país no entienden las vidas de personas como yo” (junto a Colombia y Chile).
Los discursos extremistas se alimentan de estas percepciones. Frente a ellos, no solo está la tarea del debate político en defensa de posiciones democráticas y no violentas, sobre todo la urgencia de que la institucionalidad democrática sea capaz de enfrentar con eficacia los problemas de los ciudadanos. En medio de la confrontación política, y de la clamorosa falta de ideas y propuestas sustantivas en el debate actual, el documento “Los consensos por el Perú” del Acuerdo Nacional podría ser un punto de convergencia para priorizar la atención de los ciudadanos más postergados.