Texto orginal publicado en Gran Angular : https://bit.ly/2ATdDwH
Historiador e investigador del Instituto de Estudios Peruanos, IEP.
Con la expresión “reforma institucional”, a la que también se refieren con “reformas de segunda generación” y recientemente con “el fin de las cuerdas separadas”, se quiere indicar que después de las reformas de estabilización y liberalización de la economía de los noventa (privatizaciones, reinserción en el mercado internacional, etc.), corresponde implementar aquellas reformas que optimicen el funcionamiento de las instituciones estatales: la reingeniería organizacional de la administración pública, la profesionalización de la burocracia y su adecuación a un régimen laboral estandarizado, así como el fortalecimiento de los sectores de salud, educación, transporte y seguridad que son los que afectan directamente la vida de los ciudadanos.
Es decir, mientras que las “reformas de primera generación” crearon el entorno favorable a la inversión privada, el desarrollo empresarial y el crecimiento del Producto Bruto Interno (PBI), las de “segunda generación” favorecerían la calidad de vida de la población, cerrando la “brecha institucional” y acercándonos a las sociedades de clase media. Planteada la situación de esta manera, el problema se reduce a un asunto de “reforma” dentro del propio sistema, de manera que el “orden neoliberal” queda reguardado del cuestionamiento de sus presupuestos básicos. Evidentemente, estamos ante un “caramelo ideológico”, una “falsa consciencia”, permítanme el arcaísmo, que encubre el problema y justifica nuestra aversión a las innovaciones. La pregunta que salta inmediatamente es, ¿por qué demora tanto implementar estas reformas?, ¿por qué los tecnócratas y neoliberales que controlaron el Estado durante el fujimorismo, no realizaron dichas reformas institucionales? ¿Y por qué los gobiernos del período posfujimorista, pese al crecimiento espectacular de los últimos años, tampoco lograron implementarlos?
Pues bien, a esta altura de los hechos, debería resultar evidente que dichas reformas no se implementarán, por lo menos en el corto plazo, y que la situación que estamos viviendo es la “manera neoliberal” de organizar la economía y la sociedad: fortalecimiento de aquellas instituciones funcionales a la estabilidad de la economía y al mundo de los negocios (las denominadas “islas de eficiencia”: MEF, BCRP, la SBS, etc.), mientras que las instituciones vinculadas a los servicios sociales carecen de la infraestructura y de los recursos humanos necesarios para un funcionamiento profesional y eficiente. Y es que la reforma institucional implicaría la modificación del “esquema neoliberal”, en un punto en el que difícilmente harán concesiones: la política tributaria.
Como sabemos, el Perú es uno de los países con la menor recaudación tributaria de América Latina: alrededor del 15% del PBI. Cualquier reforma tendrá que elevar la presión fiscal porque no hay reforma institucional sin caja. Y es que, permítanme el defecto de historiador, la experiencia histórica señala que los países que lograron la modernización de sus instituciones son aquellos que construyeron un aparato fiscal capaz de recaudar impuestos del sector empresarial.[1]
En el Perú, los ideólogos neoliberales nos han convencido que la elevación tributaria ahuyenta las inversiones, por lo cual la reforma institucional se mantiene en la esfera de la retórica y es constante postergada la solución de los diversos problemas en educación, salud y seguridad que afectan a la ciudadanía e impiden nuestro afianzamiento como nación.
De otro lado, existe una relación entre economía e institucionalidad sobre la cual es imprescindible detenernos: por lo general, los países que se constituyeron como naciones modernas son aquellos que modernizaron sus economías, es decir, que promovieron las manufacturas y tecnificaron sus agriculturas. El Perú, en cambio, persiste en la exportación de materias primas y la mayoría de la población se emplea en el sector informal, en el que debemos incluir las actividades ilegales, como el contrabando y la minería ilícita. Difícilmente se pueden construir instituciones modernas sobre esta estructura económica y social.
La reforma institucional, entonces, no puede hacerse aisladamente. No existe experiencia histórica de naciones con instituciones sólidas, sin una economía relativamente industrializada y tecnificada, y sin un aparato fiscal capaz de recaudar los recursos necesarios para el funcionamiento eficiente del Estado. En este sentido, hablar de reformas de segunda generación, sin modernizar y formalizar, y sin elevar la recaudación fiscal, es un mito.