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[Entrevista a Carmen McEvoy] “Estamos en un proceso de guerra de baja intensidad”

Texto original ►https://bit.ly/2A8cH7l

La historiadora Carmen Mc Evoy está próxima a publicar un nuevo libro titulado Tiempo de guerra: Estado, nación y conflicto armado en el Perú, siglos XVII-XIX. La tesis que recorre sus páginas es que el país se forjó en la guerra. En la siguiente entrevista arroja luces sobre cómo ese pasado puede ayudar a entender nuestra actualidad política y social.

En su nuevo libro queda claro que el Perú se forja en la guerra. ¿Eso puede ayudar a explicar el permanente enfrentamiento político, social?

Así es. No solo puede explicar el conflicto sino la debilidad del sistema republicano. Un país que como el Perú se forja en la guerra trastoca profundamente no solo su proceso de institucionalización, sino que colabora a priorizar la violencia sobre el diálogo, la fragmentación sobre la cohesión. Y, más grave, ayuda a crear la percepción del otro como el enemigo al que hay que liquidar. Las guerras del siglo XIX que surgen, entre otras razones, por una avidez por el poder, además del acceso a los fondos públicos, fomentan una corrupción generalizada que seguimos viviendo y deriva, como en la actualidad, en el debilitamiento de un Estado siempre vulnerable, en falencia económica.

Dicen que la política es conflicto. El conflicto es inherente a los humanos, ¿no?

Lo que se vive en el Perú es un conflicto no resuelto. Es un problema estructural. Chile, a pesar de guerras civiles, logró ciertos acuerdos institucionales. Por más que el conflicto es inherente al ser humano, se puede aprender a resolver. Y nosotros no hemos aprendido eso. Es cierto que estas guerras ayudan, como muy bien lo señala Jorge Basadre, a la democratización acelerada y a la descentralización, pero a un costo altísimo tanto en términos económicos como políticos. Ese es mi punto. Una guerra permanente debilita las instituciones, la economía, el sentido de unidad y la autoestima.

Uno ve la política nacional y no puede evitar pensar que seguimos en estado de guerra.

En el Perú, la guerra es de alta y baja intensidad. Y ahora estamos en un proceso de guerra de baja intensidad. Los actores no se ponen de acuerdo, no llegan a puntos en los cuales se pueda apostar por un proyecto que trascienda los personalismos. Al otro no se le ve como un colaborador. En ese sentido, seguimos en un escenario de guerra, pero no con balas.

¿Es una guerra dialéctica?

Que ha hecho que todos los actores olviden el propósito nacional. Y eso es lo que la ciudadanía castiga en las encuestas. Hay grandes objetivos como la educación, salud, vivienda, pero la guerra hace que uno pierda el horizonte. ¿Cuál es? Un proyecto nacional, no para ahora sino para los siguientes 50 años. Deberíamos estar de acuerdo ya en grandes puntos.

Pero eso no ocurre.

No, porque seguimos en los detalles, en el toque de queda para los niños, en la virginidad hasta los 24 años, y no logramos despegar. No hablo de un despegue económico sino de la manera de ser, de actuar frente a los grandes desafíos del mundo.

Este conflicto perfora instituciones. Una de ellas es la presidencia de la República.

La institución presidencial participa de la guerra. Es otro de los actores de esta guerra de guerrillas.

Se le hace un gran daño.

La lucha que vemos ahora se remonta a los orígenes de la República. Mire lo que es ser presidente del Perú. José de La Mar, que pelea en Ayacucho, es deportado y muere en el exilo de pena. El ADN de la presidencia de la República es trágico.

¿Qué tanto?

Si se pone a pensar, Gamarra muere en una batalla, Castilla muere comenzando una batalla, a Manuel Pardo y Balta los asesinan. Entonces, sí hay una marca trágica de la presidencia. Belaunde deportado, Velasco olvidado, Leguía muere en un hospital después de haber sido vejado por la población. En general, la presidencia peruana tiene malos recuerdos para quienes han ejercido el mayor poder. Y ahora, ¿qué cosa pasa? Uno está en la cárcel, el otro salió de ella, el de allá acusado.

Es una presidencia bajo ataque, digamos.

En permanente ataque. Desde los inicios de la República, como ha habido una centralización del poder en el virrey, lo que se quiere es quitarle poder al presidente, desarmarlo. Y hay una lucha permanente entre una presidencia que desea fortalecerse y un Congreso que busca desarmarla.

¿Nuestra historia es de presidentes debilitados?

Debilitado por sus propias acciones y por un sistema político que no es totalmente presidencialista, es un híbrido.

Usted ha dicho que somos una república joven, que ha vivido ciclos, patrones de comportamiento como la corrupción, que se han repetido sin poder cambiar la tendencia. ¿Qué otras tendencias se repiten, por ejemplo?

Somos una república joven llena de vitalidad y creatividad pero que, irónicamente, fue forjada a sangre y fuego. Hay unas ganas de vivir por parte de la población y, por otro lado, hay una manera de hacer política de la que ya hemos hablado. No debemos olvidar que el Perú fue el centro del poder virreinal y, posteriormente, el núcleo militar donde se gestó la represión contra los vecinos alzados en armas por la libertad. Pienso que tenemos una matriz conservadora del orden y que se expresa en un permanente tutelaje sobre el otro. Ahí está lo de la virginidad hasta los 24 años o el toque de queda para los menores de edad. El controlismo vive y mora en nuestra psique. Por ello, particularmente me conmueven los esfuerzos por transformar esa tendencia conservadora que quiere replicar, aún, el patriarcalismo.

A tres años del 2021, ¿qué es lo que espera del bicentenario del Perú?

Si vamos a las predicciones de Simón Bolívar respecto a las repúblicas que ayudó a independizar, definió al Perú como el “nudo del imperio” y el lugar donde lo que reinaba eran “el oro y la esclavitud”; enemigos ambos de lo que, en sus palabras, debía ser un “régimen justo y liberal”. El dinero en exceso, que todo lo compra, sumado al servilismo, que todo lo soporta, conforman ese gran obstáculo sobre el cual debemos reflexionar, guardando distancias en el tiempo y tomando las palabras de Bolívar con pinzas porque no nos quería mucho. ¿Qué espero del 2021? He participado en infinidad de comisiones que se arman y desarman y por ello y sin dejar de admirar los esfuerzos en ese sentido dudo sobre su potencial para republicanizarnos, como dirían los liberales decimonónicos.

No nos vamos a republicanizar con libros ni coloquios.

Dudo que los coloquios y los libros conmemorativos nos vayan a ayudar con esa marca de fábrica que tenemos, que son la codicia y el servilismo. Yo del bicentenario espero un gran debate nacional para visibilizar el problema estructural que padecemos y del cual la corrupción es tan solo uno de los síntomas. El otro es el gran egoísmo, que nos condena a vivir fragmentados o en lucha permanente. Más que libros y coloquios, seamos lo suficientemente valientes para abrir un debate nacional para explicar por qué seguimos entrampados en la codicia, en el oro, en el servilismo…

Y en la corrupción.

¿Qué es lo que pido para el 2021? Un país más justo y sabio en el sentido de elegir bien, elegir autoridades con el liderazgo suficiente para llevarnos al destino republicano que nos merecemos.

¿Y que seamos un país menos conservador y controlista?

Que seamos menos conservadores, menos controlistas, menos obsesionados con decirle al otro qué tiene que hacer con su vida. Un componente de la tendencia bicentenaria en clave negativa, del que no hemos logrado deshacernos, es el patriarcalismo. Que ahora ya es inocultable y se expresa golpeando, acuchillando, violando un día sí y el otro también a las mujeres…

Y quemándolas vivas.

Y quemándolas vivas. Hace poco leí que uno de estos machistas irredentos, que piensan que somos sus esclavas, agarró a su pareja a golpes con una pala porque se demoró en servirle la comida. La mujer sigue siendo percibida como un ser inferior y por eso se espera de ella un comportamiento servil. Lo que significa que la lucha por la libertad, que proclamaron patriotas notables como Faustino Sánchez Carrión, ha quedado restringida, y esto no es una exageración, al campo de los hombres que desde hace doscientos años toman las decisiones más importantes –salvo algunas excepciones– sobre el futuro de este país. Hace doscientos años, la peruana es una sociedad gobernada por hombres y, como bien sabemos, va de mal en peor.

¿Le ha tocado enfrentarse al patriarcalismo en su vida profesional?

Cuando decidí aceptar la embajada del Perú en Irlanda, en medio de una de las crisis políticas más graves que atravesó el Perú con un pedido de vacancia y un indulto de por medio, un colega historiador, hombre por supuesto, demandó en público que renunciara porque si no su respeto por mí disminuiría, por no decir desaparecería. ¿Con qué derecho –pensé yo– este señor me viene a decir lo que debo hacer con mi vida? Esa moral patriarcal, que no permite a las mujeres tomar decisiones, aceptar desafíos e incluso equivocarse, está inoculada en el cerebro de hasta de los que se creen el núcleo de la vanguardia progre. Yo nunca me atrevería a decirle a un hombre qué tiene que hacer con su vida.

¿Cómo diría que se combate esta tendencia controladora que cruza todos los estratos sociales?

Enfrentando cara a cara a los que pretenden ser los tutores de nuestras vidas. Promoviendo entre nuestras niñas un alto grado de autoestima, el mejor antídoto contra el machismo, cuyo objetivo final es denigrar a la mujer hasta hacerla sentir inferior. Pienso que debemos darles a nuestras niñas los instrumentos y las oportunidades para que sueñen en grande. Para eso se construyó, en primer lugar, la República, para que sus ciudadanos sean felices. Eso junto a la libertad personal son temas que, parece, hemos olvidado en medio de tanta guerra y moralina. Es un tema de republicanizar a los hombres, porque el patriarcalismo es, por cierto, una estructura mental premoderna.

Ha rebrotado el debate sobre la memoria. Hay una ofensiva muy conservadora. ¿Diría que somos un país negacionista?

Nosotros somos un país que prefiere olvidar porque nuestra historia no ha sido fácil: guerras civiles intermitentes a lo largo de todo siglo XIX, una ocupación de casi tres años con bandera extranjera flameando en Palacio de Gobierno, exclusión institucionalizada, promesas incumplidas, racismo, clasismo, “guerra milenaria” despiadada, hiperinflación, corrupción generalizada e impunidad rampante. A veces comprendo que los peruanos queramos evadir la realidad y olvidar. Recordar el abuso y la estafa perpetrada década tras década, y aquí estamos hablando de miles de millones de dólares tomados de las arcas fiscales, duele muchísimo.

Pero es necesario.

Exacto, es necesario recordar para cristalizar la experiencia y no volver a permitir el abuso. La impunidad, que significa –básicamente– imponer el velo del olvido sobre el crimen cometido destruye cualquier intento de proyecto nacional noble.

Hay una corriente revisionista de la memoria, muy empeñada en olvidar hechos trágicos y comprometedores.

Juan de la Puente habla de la “militarización de la memoria”, que promueve un panteón alternativo que no solo olvida los abusos cometidos por un Ejército escasamente preparado para la guerra que nos declaró Sendero Luminoso sino que margina a la sociedad civil, entre ellas a miles de mujeres que sacaron la cara por sus familias y por el Perú. Pienso en María Elena Moyano y en miles de mujeres anónimas, cabezas de familias que mantuvieron sus hogares funcionando en medio del horror.

Muchas autoridades civiles también sacaron la cara en el peor momento.

A los cientos de alcaldes, tenientes alcaldes y gobernadores asesinados por las hordas senderistas también hay que rendirles homenaje. Y qué mejor manera de hacerlo que sirviendo y dignificando al Perú, tal como ellos lo hicieron.